Semana Santa

El amor de su vida

¡La red se llenó de tantos peces que no podían ni moverla! Juan volvió su mirada adolescente a Pedro y balbució: «¡Es el Señor!»

Salir a la mar fue lo más amargo desde la traición. Hacía un sol espléndido, que le parecía una burla. La noche anterior había sido baldía, evitó mirar a los demás durante la faena, bastante hacían siguiendo en la cuadrilla de un traidor. Pese a ser buena época, no habían cogido nada, quizá como un anticipo de su futura esterilidad. A mediodía seguían dando vueltas, como si los peces les huyeran, el agua colándose por entre las redes. En la orilla había un hombre joven, extrañamente ocioso a esa hora. Levantó la voz para salvar los cien metros y preguntó si habían pescado, quizá interesado en comprar. Juan se quedó mirándolo. A la gente joven no se les olvidan los gestos de los mayores. El hombre dijo: «Echad la red al lado derecho de la barca y pescaréis». ¿Por qué obedecieron? Ni siquiera parecía pescador... pero siempre, todo el mundo Lo había obedecido, aun aquellos que Lo odiaban ¡La red se llenó de tantos peces que no podían ni moverla! Juan volvió su mirada adolescente a Pedro y balbució: «¡Es el Señor!». Al oírlo, las manos de Pedro, azacaneadas en el oficio, abiertas de nuevo de callos, saltaron de la red a la túnica, abandonada en un banco ¡No podía ser que se le diese la oportunidad de mirarlo de nuevo, de arrojarse a sus pies y besarlos, de no morir como un gusano! Se cubrió por mero pudor, porque nunca se tapaba para nadar y se echó al agua para bracear a muerte. Llegó cubierto de sudor, las ropas chorreando y lo vio de espaldas, colocando unos peces sobre unas brasas, preparándose para almorzar como había hecho cuando se apareció en el Cenáculo y masticó lentamente frente a ellos, para que no creyesen que era un fantasma. Llegaron los otros en la barca. Pedro se lanzó a sacar y sacar, en su nerviosismo contaba los pescados, eran ciento cincuenta y tres, grandes todos. Él partió el pan. No decían mucho, sólo se reían y alguno se secaba las lágrimas. De repente oyó: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Todo el dolor le atenazó el pecho y se le subió hasta la voz ahogada: «Sí Señor, Tú sabes que te amo» –«Apacienta mis corderos». ¿Le estaba diciendo que los guiase? ¿que un traidor llevaría el rebaño? ¿Otra vez contravenía todo, como cuando les lavó los pies como un esclavo? Pero esta vez, no objetó. Por una vez cerró la boca y se sometió. Le diría que lo amaba tantas veces como le preguntase, tantas como pudiese. Esta vez, sí, lo amaría hasta la muerte. Porque era el Amor de su vida.