Tribuna

La tragedia del suicidio en España

Hay un drama al que debemos mirar de frente y no lo hacemos. Hay una tragedia que debe ser puesta en el orden del día

Miguel Ángel Estévez, psicólogo y profesor del CES Cardenal Cisneros

En 1989 se registró el récord histórico de muertes en accidentes de tráfico en España, 8.218. Desde entonces, la línea de muertes por accidentes de tráfico está en descenso (con altibajos entre 1994 y 2003) hasta llegar a 1.463 fallecidos en 2020, seis veces menos.

Entre esas dos cifras median 31 años de eslóganes de la DGT. Cada generación de españoles tiene la suya: «Si bebes no conduzcas», «Todo por una noche loca», «No podemos conducir por ti», etc.

Las leyes cambiaron, los presupuestos cambiaron, las costumbres cambiaron. Los conductores dejamos de diferenciarnos por nuestros años de carnet y empezamos a hacerlo por nuestros puntos en el carnet.

En esas tres décadas tomamos conciencia de que, si bien una muerte es siempre demasiado, 8.000 en un año era algo inasumible. Vimos el problema y decidimos afrontarlo.

Hasta 2007 morían más personas en la carretera que por suicidios. Desde 2008 esa tendencia se invirtió y en 2020, con 3.941 suicidios, se han quitado la vida 2,7 españoles por cada uno que ha muerto al volante. Este hecho se explica mucho mejor por el abrupto descenso de la línea de mortalidad de accidentes de tráfico que por el ascenso de suicidios que se debe más al crecimiento de la población total.

La tasa de suicidio por cien mil habitantes en 2020 ha subido medio punto con respecto a 2019 y eso despierta preguntas. Pero, tal vez, deberíamos plantearnos por qué los accidentes de tráfico han bajado un 600% y los suicidios no. El verdadero drama del suicidio en España es que, siendo igual de evitable que los accidentes, aún no haya bajado.

Las cifras del año 2020 mostraron un marcado descenso de los suicidios durante el mes de confinamiento y una suerte de crecimiento por rebote tras la desescalada. Esto fue explicado como resultado de la pérdida de poder adquisitivo de las familias, el paro juvenil, la incertidumbre de los mercados, etc.

La relación entre crisis y tasas de suicidio no es, ni mucho menos, nueva. Cuando la historia colectiva se detiene, se acelera o invierte su sentido, los individuos dudamos de la validez (o confirmamos la inutilidad) de todo aquello que nos enseñaron vivir, lo que te embarga es la anomia (pérdida de validez de las normas sociales).

Sin embargo, este fenómeno no siempre ha sido bien explicado y a menudo hemos pensado que las tasas de suicidio simplemente suben como consecuencia directa de la caída de la economía. Lo cierto es que Durkheim (uno de los padres de la sociología europea) ya referenciaba en su obra El suicidio (1898) que también se detecta una subida de suicidios cuando la economía crece abruptamente, lo llamó «crisis de prosperidad».

Lo que sabemos de la anomia es que no se trata tanto de riqueza o pobreza como de velocidad del cambio social. Y otra cosa que sabemos es que las sociedades cambian cada vez más y cada vez más rápido.

Durkheim relata innumerables ejemplos históricos (desde la caída del Impero Romano a la Revolución Industrial) de lo que llamó suicidio anómico. Un tipo de suicidio en el que los seres humanos decidimos dejar de vivir si llegamos a la conclusión de que el mundo en el que nos toca hacerlo no es el mismo para el que nos prepararon nuestros progenitores y nuestras antiguas instituciones.

La anomia se deja ver de muchas formas, uno de sus indicadores más claros son las tasas de suicido, pero se percibe también en la pérdida de identificación colectiva, la polarización ideológica, el sentimiento de orfandad institucional ante las estructuras sociales que tiempo atrás nos parecieron fiables y ahora no, etc. El individualismo posmoderno del sálvese quien pueda no sólo deja abandonados a quienes no pueden salvarse, también deja en el sinsentido de la anomia a quien sí pueden salvarse, pero no encuentran razones para hacerlo.

Por qué nos suicidamos más es relativamente sencillo de explicar ya que tenemos teoría de sobra para ello. Lo difícil es responder a la pregunta ¿por qué aún no hemos logrado que nos suicidemos menos? Y es que a eso no se responde desde la teoría sino desde la práctica.

La terapia psicológica no puede ser un artículo de lujo ajeno al sistema público de salud. La atención a la soledad no puede estar al albur de la buena fe de los familiares y vecinos. Las sociedades no pueden avanzar sin mirar a los que van quedando rezagados. De todo esto, tarde y mandando al médico entre burlas a quienes van sacando el tema, se está empezando a hablar. Pero hay algo más profundo que se escapa de la lógica de detección de problemas y asignación de recursos. Hay un drama al que debemos mirar de frente y no lo hacemos. Hay una tragedia que debe ser puesta en el orden del día.

11 personas se quitan la vida cada día en España y lo cierto es que no lo hacen porque quieran morir. Lo cierto es que lo hacen porque, entre todos, aún no hemos sido capaces de ofrecerles otro modo de dejar de sufrir.