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Señora, su hijo ha fallecido Y entonces me gritó: «¡Es el tercero que se me mata con el coche... y no me quedan más!»

-«Dígame cualquier cosa, menos que está muerto».

Cuando los médicos se examinan del Mir, se les pregunta por el píloro, la vejiga o la bradicardia, pero nunca por estas cosas. Luego hay que explicar que hay que cortar la pierna o que el paciente no va vivir. Y nadie enseña. Francisco García Urra guiña los ojos por el sol, así que bajamos las persianas del Hotel Amara Plaza, es un verano efervescente, impropio de San Sebastián. A pesar del calor ha llegado a pie. Juega al golf y está en forma, acaba de jubilarse. La suya ha sido una carrera peculiar, de internista avezado en heridas de atentados. Es expresivo, preciso, pero le ha quedado una flema peculiar. A Patxi –como le gusta que lo llamen– las efervescencias le sobran. «Cuando lo de Miguel Ángel Blanco, llamaron al hospital para decirme que lo habían herido, pero que respiraba. Una segunda llamada, diez minutos más tarde, precisó que traía dos balas en la cabeza. Entonces supe que había pocas esperanzas». La pericia médica de Urra no consistió en diagnosticar el traumatismo craneal, las hemorragias internas o el edema cerebral, estabilizarlo o normalizar las constantes, sino en atender a su madre. Cuántas madres en esos años. «No fue el caso más duro», constata, y se le va la memoria atrás, vertiginosamente. Se encontró a Consuelo dando voces: «¡Mi hijo, mi hijo, mi hijo!». El padre no, «el padre estaba como ido». Tomó a la mujer del brazo y le preguntó si quería ver a Miguel Ángel. Los gritos cesaron de inmediato y se apoyó en él. Fueron bajando pisos hasta la UVI y la madre tocó al hijo. «Lucha, Míguel, pelea, no te abandones». Sabe Dios qué caminos siguió la voz por las circunvoluciones del cerebro. Si cogió por el cerebelo y subió hasta los lóbulos o saltó al hipotálamo y llegó a la corteza. Si inventó nuevos itinerarios porque los viejos –los de las largas conversaciones con mamá en la mesa de la cocina– estaban destruidos, lo cierto es que Míguel tardó un día entero en morir. Consuelo, serena, no se lo puso difícil a Patxi, que ha tenido cosas peores en la carrera. Le pregunto cuáles -esa manía periodística de preguntar- «Bueno, aquel accidente de carretera» ¿Un siniestro? ¿Cómo vas comparar algo así con un atentado que dejó a España sin respiración? «Aquella otra madre se me echó encima y no me dio tiempo a abrir la boca: -Dígame cualquier cosa, menos que está muerto ¿Qué le dices a una madre que no quiere saber? - Señora, su hijo ha fallecido Y entonces me gritó: «¡Es el tercero que se me mata con el coche... y no me quedan más!»