Cine

Elvis

La ópera y el teatro no permiten la entrada una vez iniciada la función. El cine está a la altura de esos espectáculos, pero los propietarios de las salas no deben pensar igual

Voy a ver lo de Elvis, la peli de Bazz Luhrmann, que ha recuperado el cesaropapismo de su rock en un biopic, y me topo allí con una turbamulta variopinta que ha olvidado qué es lo de acudir a una sala de cine, que, dicho así, tiene hasta un punto demodé, como si fuera un asunto de arte y ensayo. Antes, un filme, como decían los abueletes cuando se desencalaban la gorra y se ponían modernos, inspiraba una admiración que tenía su puntual traducción en un silencio solemne al inicio de cada proyección. El hábito fue templando esa veneración instintiva, que tenía una cosa como de hombre primitivo y asombrado, y las palomitas y las coca-colas lo acabaron de triturar. Este bienio de pandemia ha terminado por demoler lo que subsistía de esa admiración, que algunos aún llaman educación, y lo que queda es una bandería, sin alas para lo social, que considera el cine una prolongación de su salón. Así, las grandezas y miserias del rey rock, el tipo que prendió una catenaria de impulsos sexuales aún insospechada en el mediodía de los cincuenta, quedan amortiguadas por los espectadores que llegan con diez minutos de retraso, conversaciones en voz alta, el inmoderado crujir de las palomitas y los que no paran de levantarse y de entrar y salir. Si se les rechista, como se aventuró a hacer una anciana, responden con un insulto destemplado y un rodillazo en el respaldo de la butaca. La ópera y el teatro no permiten la entrada una vez iniciada la función. El cine está a la altura de esos espectáculos, pero los propietarios de las salas no deben pensar igual. Un colega defiende que el cine acabará viéndose en casa, no por falta de interés, sino debido a estas molestias. Uno, en cambio, retiene un comentario latino que recordaba cómo Roma convertía a los hombres en ciudadanos. Hoy estamos muy lejos de esa Roma.