Pedro Sánchez

Sánchez: si no te gustan los abucheos, lárgate

La sucesión de protestas contra el satrapilla ha sido constante: aún recuerdo cómo la gente se lanzaba a golpear su coche cuando fue a votar en esas autonómicas en las que Ayuso le dio una lección que no olvidará

Siempre he comentado que la baraka de Felipe González empezó a periclitar el día de la primavera de 1993 en el que le reventaron a pitos e insultos –«¡chorizo!», «¡dimisión!»– la conferencia que dictó en la Facultad de Derecho de la Autónoma de Madrid. La sangre no llegó al río porque el presidente del Gobierno más votado de la democracia iba guarecido por una interminable legión de guardaespaldas pero no para que le protegieran de sus conciudadanos sino por el riesgo cierto y permanente de un atentado de esa ETA que, paradojas de la vida, ahora es socia de Pedro Sánchez.

Hasta aquel tercer año de la década de los 90 Felipe podía ir por donde le placiera sin que nadie le tosiera. La gente se lo comía a besos y abrazos. Por algo Txiki Benegas le llamaba «Dios». Aquella mañana, Felipe empezó a percibir que su tiempo había acabado tras el estallido de los casos Filesa y Guerra. Convocó elecciones en junio, se presentó a desgana y volvió a triunfar vapuleando a unas encuestas que otorgaban unánimemente la victoria a Aznar. De boca del secretario general socialista no salió públicamente un solo lamento. «En mi sueldo, que no es mucho», terció con una tranquilidad pasmosa entre el griterío estudiantil, «se incluye aguantar estas cosas, no sufran por mí». Eso sí, tras la algarada trasladó a su círculo más íntimo que había entendido el mensaje. No sólo eso: les confesó que no se presentaría a las siguientes elecciones, cosa que sí hizo tanto en aquel 93 como en 1996.

González era entre 100 y 200 veces más demócrata que Sánchez y por eso asumía que los abucheos son inherentes a la función presidencial. Entendía perfectamente que en democracia los administrados tienen todo el derecho del mundo a protestar aunque a veces lo hagan perdiendo las formas por la vía del improperio. Sánchez, orgulloso y rabioso como pocos y autócrata como ninguno, se sube por las paredes cada vez que le pitan. Lo cual, dicho sea de paso, acontece cada vez que acude a un acto público no preparado ni acordonado. Que la ciudadanía no le ha tragado nunca, entre otras razones porque es más chulo que un ocho, lo demuestra el incontrovertible hecho de que ya en el verano de su llegada a Moncloa unos vecinos de Sanlúcar le llamaron de todo menos guapo. La sucesión de protestas contra el satrapilla ha sido constante: aún recuerdo cómo la gente se lanzaba a golpear su coche cuando fue a votar en esas autonómicas en las que Ayuso le dio una lección que no olvidará mientras viva. Nunca vi nada igual. El karma le devuelve el odio que ha generado entre los españoles.

Lo del miércoles en el desfile de La Castellana representó el colmo de la psicopatía y de la tontuna. Intentar aplacar los ánimos de sus jefes, los ciudadanos, llegando más tarde que el Rey es algo que ni a Abundio se le ocurriría, básicamente, porque en lugar de servirte una taza te van a regalar treinta y tres. La histeria del personaje le lleva incluso a ordenar a sus subalternos llamar a las televisiones privadas cada vez que le abuchean con el indisimulado objetivo de que se censuren las imágenes. Por no hablar de la suspensión de ese «Pisar la calle» con el que el menda pretendía vendernos el cuento chino de que es poco menos que el «Príncipe del Pueblo». Una cosa antes de terminar: si no te molan los abucheos, presidente, lárgate. Y recuerda lo que decía Felipe González: en tu sueldo va el aguantar estas cosas.