España

España y Francia en Barcelona

Tener una buena relación con Francia no es sólo positivo, sino también necesario al tratarse de un vecino que es socio de particular referencia en la UE y actor respetado en la política internacional

Tener una buena relación con Francia no es sólo positivo, sino también necesario al tratarse de un vecino que es socio de particular referencia en la UE y actor respetado en la política internacional. La Historia, «maestra de la vida», acredita sobradamente esta aseveración, haciendo bueno el dicho de que la rivalidad y la discordia suelen ser comunes entre naciones vecinas, hasta el punto de afirmarse que «la vecindad genera adversarios y amistad entre convecinos».

Dos naciones como España y Francia, con un pasado pródigo de intervenciones que han conformado la Historia de Europa y del mundo, no podían ser ajenas a esa rivalidad, que en ocasiones ha ido acompañada de guerras para intentar imponer los respectivos intereses nacionales por la fuerza, como era práctica habitual en las relaciones internacionales de aquellos tiempos.

Al ser Barcelona ahora ciudad anfitriona de la cumbre hispano-francesa, la «cuestión catalana» tampoco podía estar ausente, aunque en esta ocasión no haya enseñado su mejor cara precisamente. Porque no es la mejor tarjeta de presentación de la realidad económica, política e institucional catalana mostrar dos caras: una institucional y «algo seria» de Aragonès saludando a los dignatarios en nombre de la Generalitat, para irse sin escuchar los himnos nacionales; y otra la de Junqueras simultáneamente manifestándose contra ellos en la calle.

El epílogo, con Junqueras debiendo irse abucheado por los manifestantes liderados por Laura Borràs, apartada presidenta del Parlament por su cuestionada relación económica con un narcotraficante detenido por los Mossos, refleja la imagen de un «procés» en naufragio, que está hundiendo la imagen de Cataluña ante propios y extraños. Claro que siempre habrá quien podrá consolarse pensando que peores fueron aquellos tiempos de 1640 en los que Pau Claris, el Aragonès del momento, se ofreció al respectivo Macron, Luis XIII, reconociéndole como Conde de Barcelona, título propio del Rey de España Felipe IV, precipitando una guerra que terminó en 1659 con un Tratado de los Pirineos que amputó de España la tierra catalana del Rosellón y parte de la Cerdaña, hoy reivindicada por los «prucesistas» de Puigdemont como parte irrenunciable «dels Països Catalans». Y que también fueron peores los tiempos de 1714 cuando una situación similar convirtió al Conseller en Cap Rafael de Casanova, nítido catalán y español, en separatista, y a la guerra de Sucesión a la Corona de España en una inexistente guerra de Secesión. Tampoco estamos en 1934, con Companys rebelde ante el legítimo Gobierno de la II República. Estamos ante una Cataluña a la que se le aplica otra vez el aforismo de que «hay amores que matan». Aunque más peligroso es el sanchismo en España.