Yihadismo
Yihad
En el caso del Corán, sus más insignes exégetas, comentaristas y estudiosos tienen la obligación histórica de dar pasos firmes y civilizadores hacia delante
El atacante contra dos iglesias de Algeciras –autopercibido yihadista– ha asesinado a puñaladas a un inocente y herido a otros, creyentes en la fe católica que el demente terrorista pregonaba odiar. Este tipo siniestro es el repulsivo protagonista de otro episodio de sádica intimidación, entre los muchos que sufre Occidente desde hace décadas. Aunque queramos negarlo –diciendo que «no se puede» fomentar la ‘islamofobia’– hay una horrenda y enloquecida ofensiva contra Occidente, ejecutada bajo la excusa de una guerra «religiosa». Tanto que la yihad, que debería ser el «esfuerzo en el camino de Dios» del buen islamista, hoy ya se confunde, simple y vulgarmente, con el ejercicio de una violencia estúpida, ciega y acosadora: con sembrar el horror entre los no musulmanes, o entre quienes, siendo de religión islámica, no parecen a ojos del terrorista islamista lo bastante «creyentes». O sea, con la «guerra santa». Y lo que debía ser proselitismo y fe del religioso ejemplar, en la práctica equivale a puros y vulgares crímenes terroristas. Casi todas las religiones, en su origen, muestran un deseo colectivo de pacificación y progreso a través de la práctica religiosa, pero también han generado las temibles «guerras de religión», que atraviesan la historia del mundo dejando espantosos rastros de sangre. Uno de los grandes problemas engendradores de violencia «religiosa» suele ser la lectura «literal» de los libros sagrados. En el caso del Corán, sus más insignes exégetas, comentaristas y estudiosos, tienen la obligación histórica de dar pasos firmes y civilizadores hacia delante para que la mayoría de los fieles dejen así de interpretar «al pie de la letra» el sagrado libro; para perfeccionar sus enseñanzas al ritmo que marca la marcha del mundo, imprimiendo una mirada compasiva, adelantada, a sus enseñanzas, tomando sus «azoras» como metáforas más que como sentencias de religiosidad forense, como imágenes sujetas a la perfección de la mirada y el crecimiento de los fieles que –pese a quien pese–, ya no viven en el siglo VII como los seguidores del Profeta que, en su tiempo, fueron los encargados de transcribirlas y sistematizarlas.
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