El ambigú
El abuso de las instituciones
La desconfianza política causará apatía, descreimiento y cinismo
Creo que la integridad y la ética en el ejercicio del poder son fundamento para el bienestar de cualquier sociedad, cuando el poder político se sirve de las instituciones en lugar de servir a ellas, comprometen no solo la eficacia y la eficiencia de dichas instituciones, sino también la confianza del público en el sistema político en su conjunto. La desconfianza política causará apatía, descreimiento y cinismo. Durante esta semana han ocurrido episodios que por sus consecuencias judiciales no voy a señalar, pero ponen de manifiesto que no todo vale, hay límites, no se puede abusar ni pervertir el normal funcionamiento de las instituciones del estado; no está bien instrumentalizarlas para la consecución de fines políticos partidistas ni personales.
A lo largo de la historia se han destacado principios como la necesidad de transparencia, la responsabilidad y el compromiso con el bien común como algo más que guías éticas, son requisitos prácticos para la salud de cualquier democracia. La idea de que el poder debe ser ejercido con el fin de servir al pueblo y no para beneficio personal de los gobernantes es fundamental para evitar la corrupción y asegurar que las instituciones funcionen de manera justa y equitativa. Servirse del poder legislativo para instrumentalizar el estado de derecho con espurios fines es muy grave y pasará factura; buscar la armonía social a través de una artificial e innecesaria reconciliación es totalmente incompatible con la denigración de la igualdad; más junto a la mal llamada ley de amnistía se han producido otros acontecimientos que evidencian el abuso de instituciones del estado dirigiéndolas en la consecución de fines muy alejados de sus funciones y del interés general, amén de poder contravenir la legalidad.
Platón ya nos advertía en su obra «La República» sobre los peligros de los gobernantes que buscan su propio beneficio en lugar del bienestar colectivo, afirmando que «el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres». Este pensamiento resuena hoy más que nunca, destacando la importancia de la participación consciente en los asuntos políticos para evitar la degeneración moral de algunos líderes políticos. Montesquieu, por otro lado, nos recuerda la importancia del equilibrio de poderes con su afirmación: «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder».
En contextos donde los políticos buscan beneficiarse de las instituciones, este equilibrio se ve amenazado, subrayando la necesidad de mecanismos de control y balances efectivos. Rousseau, en su contrato social, argumentaba que «el hombre ha nacido libre, y en todas partes se encuentra encadenado. Aquel que se cree amo de los demás, no deja de ser más esclavo que ellos». Esta perspectiva es crucial al considerar a los políticos que manipulan las instituciones para su propio beneficio; aunque puedan parecer poderosos, en realidad, se encuentran atrapados por su propia corrupción y alejados del verdadero propósito de su vocación. Hannah Arendt nos advierte sobre la banalidad del mal en la esfera política, sugiriendo que el mal más profundo puede arraigarse cuando las personas abandonan su capacidad de pensar y actuar éticamente.
Pero el milagro de la democracia es que cada cierto tiempo permite al Pueblo librarse de lideres políticos que apuntan y se dirigen por los derroteros antes descritos, pero en mi opinión, resulta más grave el comportamiento de los que desde la función pública ponen al servicio de políticos sus quehaceres, los políticos se van y ellos se quedan, pero su indignidad les perseguirá. Hacer política es servir a las instituciones y, a través de ellas, al pueblo, y no servirse de su posición para sus propios fines.
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