Manuel Coma
80.000 muertos
Cincuenta meses y unos ochenta mil muertos después, los planteamientos básicos, internos y externos, de la tragedia siria siguen siendo esencialmente los mismos. La diferencia es que a estas alturas podemos tener casi la certeza de que los rebeldes no van a ceder y por tanto el régimen no puede ganar, aunque la agonía pueda aún ser larga. La cuestión es cómo termina, si con una deserción de los alawitas, que forman la masa del ejército y la brutal milicia shabiha, abandonando a su negra suerte a los dirigentes, para hacerse fuertes en su bastión en torno a Lataquia, en la costa y las montañas próximas, o con alguna forma de salida internacional negociada, que ofrezca a los jerarcas un puente de plata hacia Irán o donde estén dispuestos a acogerlos. Mucho más turbia es la cuestión del tipo de poder que suceda al actual, incluso si se mantiene la integridad territorial o se fragmenta el país. No menos enigmas plantean las múltiples posibilidades de desbordamiento del problema sobre sus vecinos, tanto en el proceso como en el desenlace final, incluyendo una guerra en la que todos se vean implicados. Pero ninguna de estas hipótesis puede considerarse nueva, todas se han barajado desde el comienzo del conflicto.
Desde el principio el dilema ha sido que lo malo conocido podía llegar a ser sustituido por lo peor imaginable. Siria era el principal aliado de los ayatolas iraníes y el eslabón con la organización libanesa terrorista, entre otras cosas, Hézbola, un eje chií en vías de armarse nuclearmente, implacable enemigo de Occidente, Israel y los suníes. Quebrar ese eje sería un premio geoestratégico de primera magnitud para todos aquellos que eran objeto de su enemistad y podría levantar una gravosa hipoteca sobre el futuro del Oriente Medio. Desde el punto de vista de la democracia y los derechos humanos, en el contexto de las primeras ilusiones, ahora hace tiempo desvanecidas, respecto a la "primavera árabe", significaba también acabar con un puntal de la represión en Oriente Medio. Pero para todos los que no se dejaron encandilar por utópicas esperanzas, el espectro de un régimen fundamentalista suní se dejó también ver desde el principio. La actitud de Israel fue siempre orientadora. La Siria de los Asad eran un enemigo perpetuo, que suministraba ayuda de procedencia iraní a la pinza que trataba de atenazar al estado judío, Hézbola por el N y Hamás por el Sur, pero que nunca se implicaba directamente. Jerusalén terminó formulando una curiosa doctrina. No apoyaba a los rebeldes pero de ninguna manera era partidaria de la perpetuación del régimen de Damasco. Por su parte la política de Obama ha estado dominada por la repulsión a implicarse en una guerra. La sistemática denigración de todo lo que Bush hizo en Iraq fue factor subyacente de su ascenso a la Casa Blanca. Pero la estrategia que se inventó para Libia, "dirigir desde atrás", no ha funcionado en Siria. Ahora incluso la elite demócrata de política exterior le dice que lo peor es no hacer nada. Eso sí es un elemento nuevo en el conflicto.
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