César Vidal
¿A quién le extraña?
Señalaba Bertrand Russell que nunca escribía sobre filósofos que no hubiera leído. Permítanme que recuerde algunas historias de las que he sido testigo. Como la de aquel catedrático que colocó a dos hijos en su departamento y estuvo a un pelo de enchufar a un sobrino. O aquel ignorante al que para que consiguiera la plaza de titular le fueron retrasando la lectura de tesis doctorales de posibles rivales. Sacó la plaza dejando de manifiesto que hasta un imbécil integral puede enseñar en la universidad. O las de las innumerables esposas, queridas, concubinos y demás que entraron en un departamento universitario por vía vaginal, anal o parental. Sería un magnífico tema para una tesis doctoral averiguar el porcentaje exacto del profesorado universitario formado por estos biotipos. O la de aquel licenciado que marchó a estudiar a una prestigiosa universidad americana y, al regresar a España, no pudo ni siquiera colocarse en un instituto gracias al sistema de acceso al profesorado creado por los sindicatos aunque en cualquier nación normal se habría creado un departamento universitario para que lo dirigiera. O la de aquel becario que cuando vio en el informe de investigación de su departamento que había publicado ese año más que todo el resto de la tribu comprendió que perpetrarían cualquier felonía para impedir que pudiera quedarse. O las de tantos y tantos magníficos profesionales que enseñan en universidades de todo el mundo porque en España no pudieron obtener plaza al no hablar vascuence o catalán o simplemente no ser de izquierdas. Por supuesto, me consta que hay profesores rigurosos, entregados e incluso en algún caso brillantes, pero ninguno de ellos evita ni compensa lo anterior. No me atrevo a decir si, como afirmaba categóricamente Antonio Tovar, la culpa de esto la tiene la iglesia católica que, mediante la Inquisición, logró en el siglo XVI que se acabara la ciencia en España. O si, como me contó Ricardo de la Cierva, todo el mal empezó cuando en los setenta pactaron el reparto de cátedras el PCE y una organización apostólica discreta. O si el mal deriva de aquella ley universitaria del PSOE que colocó a infinidad de amiguetes y convirtió a penenes mediocres en catedráticos prepotentes. Piense lo que quiera cada cual, pero yo puedo decir que no me extraña que no haya una sola universidad española entre las 200 primeras del mundo.
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