José Luis Requero
Ahora le alcanzaré
Breve, luminoso y fecundo. Así resumiría este Pontificado. Pero como todo resumen necesita más explicación. Por lo pronto han sido unos años que han roto muchos tópicos, empezando por el propio Benedicto XVI, que venía como cardenal Ratzinger con fama de intransigencia, de dureza –panzercardinal–; se le asociaba al oscurantismo por haber sido Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir, el Santo Oficio: la Inquisición para los desinformados. Toda una alusión a las hogueras, un verdadero martillo de herejes, entendiendo por tales a todos aquellos que fuesen mediáticamente presentados en sociedad como progresistas. El tiempo desmintió esa imagen ramplona, torpe e interesada y al poco vimos un Papa próximo, un intelectual hecho al debate, que no eludía ni se asustaba ante el debate intelectual, empeñado en la capacidad de la razón para captar y descubrir la verdad de Dios, que es como decir la verdad del hombre. El estallido de la burbuja racionalista llevó a que sus adoradores declarasen la incapacidad de la razón para conocer a Dios; Benedicto XVI, sobre todo en este Año de la Fe, se ha dirigido con reiteración a los descreídos, a los escépticos, explicándoles que tienen a Dios a su lado, que no es una idea, un concepto sino un ser personal, un padre que nos ama. Que no es cuestión de magia, que la razón es capaz de la muy noble empresa de llegar a Dios. Han sido casi ocho años en los que hemos tenido un Papa capaz de hablar de los asuntos más profundos de la manera más sencilla, directa y amena. Y digo amena con especial énfasis. Hace tiempo aconsejaba en estas mismas páginas que se le leyese. Sólo el sabio es capaz de aunar profundidad con sencillez y amenidad; nada de acudir a categorías, expresiones o construcciones intelectuales privativas de filósofos o profundos teólogos; nada de lenguaje críptico, de jerga excluyente: es más, si tenía que emplear una palabra extraña, bien que procuraba desentrañar su significado. Ya se dirigiese a jóvenes, enfermos o a sus más próximos –los ancianos– ya fuese en una universidad, ante instituciones políticas, en una parroquia de barrio o en un asilo; en pocas palabras estaba claro lo que quería decir y daba pistas sencillas de cómo crecer en vida interior, cómo hacer oración o cómo acercarse desde la fe a las raíces de los problema sociales, políticos y de pensamiento en nuestros días. De este fecundo Pontificado ahora resaltaría –quizás por mi deformación jurídica– tres discursos cuya relectura –o lectura– creo obligada, al menos para evitar aquello de «creo que me he perdido algo». Son lecturas muy aconsejables en especial en nuestro país en un momento en el que está en solfa nuestro sistema constitucional. Me refiero a los discursos ante la Asamblea de la ONU (2008), en Westminster Hall (2010) y ante el Bundestag (2011). En todos ellos se hablaba de las relaciones entre religión, política, ética, Derecho y la legitimación del poder. Son discursos que se ensartan con otras líneas maestras de su Pontificado: las raíces cristianas de Occidente, la recristianización de Europa, la experiencia de dictaduras destructivas y enemigas del hombre; y sobre todo su voz de alerta frente al relativismo que cala todos los aspectos: en lo moral, por supuesto, pero que lleva al relativismo jurídico, a la incapacidad de asentar nuestra convivencia sobre bases sólidas, de respeto de la dignidad humana. No tengo espacio para más, por eso me limito a dar alguna pista y a aconsejar otra vez que se le lea. Y diré algo que espero que se me entienda: me alegro de su renuncia porque no era capaz de seguirle. Mes a mes se me ha ido acumulando el trabajo pendiente de leerle; de descubrir a las claras o entre líneas cosas obvias que estaban ahí y yo sin darme cuenta. Con su renuncia al menos tengo el consuelo de que, por fin, le alcanzaré.
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