Julián Redondo
Amenazados
Niños israelíes y palestinos han llegado a jugar un partido de fútbol, seguro que más de uno y no necesariamente en la Franja de Gaza. El acontecimiento se ha celebrado más que la entrada de Barak Obama en Cuba. El deporte une, es un vínculo que sólo la rivalidad de los cafres deteriora. Que un bestia con instinto criminal apuñale a un jugador del equipo visitante (encuentro El Palo B-Alhaurín de la Torre B) es un hecho aislado, como la muerte de Jimmy. No lo es lo que proponen los esbirros ni los líderes del ISIS, dispuestos a terminar con la cultura occidental y la suya con la determinación que ellos o cualquiera de sus ramificaciones emplearon para destruir el templo de Baal y otras antigüedades de Palmira, o los Budas de Bamiyah o los mausoleos de Tombuctú. Destrucción y dolor. Son terroristas sanguinarios que matan indiscriminadamente a quienes cenan en el Petit Cambodge, disfrutan de una velada musical en Bataclan o simplemente esperan la hora del embarque en un aeropuerto o viajan en metro o en tren. También enseñaron las garras en Saint-Denis aquel 13 de noviembre. Aunque no lograron su propósito asesino, cruel y devastador, seguro que no se han dado por vencidos.
El fútbol, fenómeno de masas, es un imán, foco de atracción que los terroristas del Estado Islámico, Daesh, ISIS o como se llame, ya han sondeado. Estadios con aforos de más de 50.000 localidades, o de 80.000, ideales para provocar una escabechina son también el objetivo. Bernard Cazeneuve, ministro de Interior francés, ha alertado sobre la seguridad en la Eurocopa, tan próxima. Va a invertir 17 millones para asegurar las «fan zones» y el centro de las ciudades sede. La UEFA desplegará 10.000 agentes privados para vigilar estadios, hoteles oficiales, centros de prensa y lugares de concentración de las selecciones. No es psicosis, es precaución, con lo que los registros actuales antes de acceder al estadio no serán nada comparados con lo que espera en el junio francés. Es el precio del terror.
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