Marta Robles
Andaluces/as de Jaén
Llevo una semana muy mala. Se lo tengo que confesar. He tenido gripe, oigan. De la peor. De la que no puedes pasar en cama, porque la fiebre no lo justifica, pero que te lleva cogida por la tos y el malestar hasta el peor de los infiernos. Ese, en el que tienes que seguir siendo la de siempre, pero sintiéndote fatal... Y donde es obligatorio hacerse la fuerte, incluso delante de los peores enemigos. Por ejemplo, las frías estadísticas, congeladas más bien, como si fueran productos de Pescanova, de la violencia de género. O machista. O de sexo. Como a ustedes les guste llamarla. Las mismas que hacen que me vuelva a echar las manos en la cabeza, porque los números son broncos y demuestran que las denuncias se siguen multiplicando y sus consecuencias también. Esas que, perdónenme el pesimismo –recuerden que ando muy mala esta semana– me hacen pensar que éste es un problema irresoluble, por más que muchos andemos arremangados. Sobre todo porque parece que hay quien piensa que, antes que mirar a esta lacra perversa directamente a los ojos y con fijeza, lo suyo es hacer «gestos». Por ejemplo, el de ponerle falditas a los muñecos de los semáforos. O el de cambiar un homenaje por un «mujeraje». O el de quitarle al Congreso los «diputados» para que se entienda bien que, entre ellos, también hay diputadas de pleno derecho... Y es entonces cuando me vuelvo a rebelar y pienso en Miguel Hernández. ¿Acaso alguien cree que su reivindicación se hubiera duplicado cambiando sus versos? «Andaluces (y andaluzas) de Jaén/aceituneros (y aceituneras) altivos (y altivas)/ decidme en el alma ¿quién/ quién,/ levanto los olivos (y olivas)/...?».
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