Restringido
Ante la duda, democracia
Sagasta no fue siempre primer ministro ni líder, junto a Cánovas, del corrupto sistema caciquil. Empezó sus andanzas como diputado de base en 1854 y tardó casi un año en recibir el encargo de intervenir en el hemiciclo.
Ingeniero de caminos de profesión, pronto ganó fama como buen orador. Uno de sus estudiosos, el doctor Ollero Vallés, relató una confrontación dialéctica de aquel joven Sagasta. El caso fue que un veterano general, al aludir en el Congreso a cierta intervención del joven diputado, se expresó en tono algo despectivo hacia él, diciendo: «Pero, ¿quién es el que vino a plantear semejante tema? Un diputadito de la última hornada, un ingeniero modestísimo a quien allá en Zamora nadie conoce por otro nombre que el del puente». E, incorporándose Sagasta desde su escaño, contestó al momento: «No creo que tenga nada de particular que, siendo ingeniero yo y habiendo construido un puente, el del puente me llamasen. ¡El del puente, y a mucha honra! No llamarán a su señoría el de las batallas, porque no ganó ninguna».
El recuerdo de esta anécdota es muy oportuno estos días, después de escuchar algunos ataques hacia alguna destacada dirigente del Partido Socialista que, lejos de ganar una batalla, ha ganado al menos cuatro en el último año.
Nunca un liderazgo se sostiene con escondites estatutarios ni mucho menos destruyendo las alternativas. Se construye tejiendo una red de confianza y de lealtad, pero la lealtad, como casi todo en la vida, es bidireccional. Si la lealtad no es mutua, entonces se trata de sometimiento y este se podrá conseguir por la fuerza, pero desde luego, no es conceptualmente un liderazgo.
Como en tantas cosas, también es fácil reconocer dónde hay liderazgo. Cuando existe, es incuestionado por la mayoría, no se aferra a su sillón o a su tribuna. Todo lo contrario, le piden que se siente en ella o que permanezca en ella y, desde luego, toma sus decisiones en función del bien colectivo y no de su interés personal. Un líder es capaz de hacerse cargo del estado de ánimo de la mayoría y transformarlo, tiene convicciones propias y sueños para los demás y es capaz de contagiarlo. Es generoso y cuando su opinión no va en el sentido de la mayoría, tiene poder de convicción, pero nunca usa su poder de imposición.
Felipe González dimitió como secretario general en mayo de 1979, cuando sus tesis fueron rechazadas por los militantes y volvió en septiembre, cuando el partido le pidió regresar a la dirección. Ese año se celebraron las primeras elecciones municipales en democracia y la inestabilidad política en España era considerable. No hace falta recordar el riesgo permanente de golpe de estado, que cristalizó en el intento fallido del 23-F.
Sin duda, el presidente González lideró el PSOE y España y ejerció su capacidad de convicción dando la vuelta al famoso referéndum de 1986. De igual manera, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, desde su mínima victoria sobre el presidente José Bono, forjó un amplio consenso respecto a su liderazgo y, desde luego, muchos podemos afirmar que nunca buscó cómodos refugios para ejercer su poder. Cuando discrepé con él, en el año 2010, pudo tomar cualquier decisión, pero en coherencia con su pensamiento y su acción política pronunció aquella frase que grabé en mi memoria «ante la duda, democracia». Y se produjo la competición democrática con la ministra Trinidad Jiménez.
Cuando un liderazgo es cuestionado, la democracia es el camino que deben seguir los socialistas. El temor es mal consejero porque todo lo que uno pierde durante años, no se recupera en días. Aunque se puede tener la tentación de pasar hojas de calendario para recuperarlo o quizá por mera supervivencia esperando que escampe el vendaval, pero el calendario no es más que un bloc de 12 páginas.
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