César Vidal

Aquí robamos todos

Siendo niño vi una película muy graciosa que se titulaba «Aquí robamos todos». Creo recordar que el argumento giraba en torno a unas joyas, pero lo que arrancaba las carcajadas de los espectadores es que todos, absolutamente todos, sin excluir al inefable inspector Simón, estaban dispuestos a robarlas. Semejante conducta no resultaba tan importante porque, a decir verdad, todos las practicaban. Traigo esto a colación por la poca, escasísima más bien, importancia que tienen la corrupción y el latrocinio en el voto. Las razones son diversas, sin duda, pero una de ellas es lo extendida que está en nuestra cultura la falta de respeto por la propiedad privada. Recuerdo que de adolescente, mis amigos no entendían por qué me negaba de manera cerrada a llevarme fruta de un huerto o a sustraer postales de un comercio. Cuando ejercí como abogado, más de una vez descubrí que se robaba en la empresa a la que asesoraba y esa circunstancia me costó el trabajo a mí, pero no a los que se lo llevaban crudo. Después he pasado por compañías en las que hubo que cerrar con llave el despacho para que los empleados no me distrajeran libros –debían de ser especialmente ilustrados– a la vez que quitaban a sus compañeros latas de fabada o bolsas de patatas. He visto cómo prestigiosísimos editores hurtaban platos de restaurantes y cafeterías; enfermeras arramblaban con gasas, alcohol o algodón del hospital en el que trabajaban; simples empleados se llevaban bolígrafos, folios o grapas de su oficina o abnegadas amas de casa decidían meter en la maleta las toallas y albornoces de un hotel. Conozco también a ejecutivos que cargaban todo tipo de comidas a la empresa o de espabilados que conseguían de ella la gasolina como si fuera lo más normal. Con esa cultura de fondo, ¿puede a alguien extrañarle que una célebre ministra de cuota afirmara que «el dinero público no es de nadie», que otra se hiciera célebre por su grito de «¡venirse, venirse, que paga el Ministerio!» o que los escándalos de corrupción salten día sí, día también? Obviamente, no. El problema de fondo no es que falten leyes –¡sobran!– o incluso Policía. El gran drama es la continuación de una mentalidad de siglos que no respeta lo ajeno y que suplica aquello de «Señor, no me des, pero ponme donde haya». Cuando comprendamos esa realidad, nos habremos situado al inicio del camino de salida. Mientras no sea así, no habrá nada que hacer, porque aquí roban casi todos.