Marta Robles
Auténtica como su porcelana de Limoges
Ahora que Mercedes Salisachs ha muerto, me da por pensar en cuántas mujeres como ella habrán pasado la vida tratando de demostrar su más que testada lucidez. Mercedes, escritora vocacional, con una formación extraordinaria y una educación exquisita, tuvo que pleitear con más de un intelectual que pretendía robarle alguno de sus méritos a costa de su pertenencia a una de las mejores familias catalanas. Ser hija de un adinerado industrial, declararse castellanoparlante, de derechas y damnificada de los tiempos de la República no suponía el mejor aval para ser considerada en el mundo de la cultura. Durante el franquismo no estaba bien visto que una mujer de buena posición escribiera y en democracia sus ideas conservadoras y católicas la alejaron de los escritores emergentes. A ella, sin embargo, le pesaba poco la oposición de unos y otros; por eso publicó su primera novela durante el franquismo («Primera mañana, última mañana», 1955) y, desde entonces nunca dejó de escribir hasta el día de su muerte, que la sorprendió ordenando reflexiones para esa última obra que había titulado «Pensamientos».
Biblioteca envidiable
Mercedes, que estudió carrera, se casó y tuvo cinco hijos, sacó el tiempo y la fortaleza necesarios para escribir más de treinta obras, ganar los premios más prestigiosos y seguir siendo la señora más impecable de toda Cataluña. Recibía como nadie en los amplios salones de su palacete del Paseo de Gracia y no dudaba en mostrar su envidiable biblioteca tras los regios almuerzos servidos sobre delicadas mantelerías de hilo. Le emocionaba ser la escritora más longeva del mundo, pero se quejaba de que «eso en otro país sería motivo de celebración, pero aquí no soy noticia». No fue fácil para ella reconocer cuánto le costaba ser profeta en su tierra, ni entender por qué se investigaba más sobre su literatura en la Universidad de Gante (Belgica), que en España. Pese a todo, fue feliz viviendo y escribiendo, aunque hubo penas inmensas en su vida que también aprovechó para la escritura. Como la muerte de su hijo a los 21 años en un accidente automovilístico, que inspiró «La gangrena», novela con la que ganó el Planeta. Mercedes no se callaba el dolor ni la alegría, aunque los contuviera en una sonrisa permanente; la misma que le ocupaba el rostro entero mientras bebía libros de otros y derramaba su mundo interior en los suyos. Decía que sin la escritura habría enfermado y se habría encerrado en sí misma, pero yo siempre pensé que estaba enferma de pasión por escribir y que esa enfermedad no sólo no la dejaba enfermar de otra cosa, sino que le duplicaba la vida, libro a libro. Mercedes y sus ojos azules se han ido. Y sus collares de perlas y sus trajes impolutos y sus palabras agudas y sus pensamientos irrepetibles... Mercedes nos ha dejado y con ella también aquella época que compartió con d'Ors y Jardiel Poncela. De ambos guardaba una carta que dio a conocer al mundo en su página web. En la de Jardiel hay una frase que marcó su vida: «...Jamás, jamás, jamás haga caso de las opiniones ajenas...». Así lo hizo y por eso fue una mujer auténtica. Tanto como la porcelana de Limoges en la que se tomaban los tés en su casa y en la que, espero, se los seguirán sirviendo en el cielo.
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