Alfonso Ussía
Aviso a senderistas
El senderismo está muy bien. Si los senderistas son serios y responsables, los caminos se mantienen limpios y nada hay que lamentar. Hay familias senderistas que cantan mientras recorren carriles y sendas en zonas boscosas y márgenes de ríos alegres. Dos semanas atrás, un grupo de aficionados a los senderos experimentó un somero inconveniente. Los cerezos salvajes que nacen y crecen en las inmensas frondas de Liébana son allí conocidos como «guindos». Su fruto es más pequeño que el del frutal común. Y de un sabor dulce que enloquece de gusto a los osos. El oso y el hombre comparten aficiones gastronómicas. La miel, los guindos y otras delicias. Y los del grupo se afanaron en comer guindos desconociendo –de ahí el inconveniente–, que un oso merodeaba por los alrededores. Peor aún. Una osa recién parida con dos graciosos oseznos. La osa, que no ha recibido educación administrativa y desconoce que los espacios públicos pertenecen a todos, consideró que unos humanos vestidos con ligera extravagancia, estaban apoderándose de sus frutos. Y gruñó. Se plantó en la mitad del sendero y miró a los senderistas con la seriedad que los osos adquieren en su expresión cuando consideran que su territorio ha sido violado. A Dios gracias no había niños entre los expedicionarios, que aprovechando el segundo gruñido de la osa escaparon a todo correr senda hacia abajo. La osa no hizo nada por ellos. Había recuperado el guindo y zarandeó el tronco del frutal para que cayeran los frutos al suelo y sus oseznos disfrutaran de los caramelos naturales. Hasta Cosgaya llegaron corriendo, huyendo de nada. Protestaron. «No hay derecho a que no señalen las sendas donde hay osos». Los de allí les respondieron: «Hay osos en toda la comarca, y muchos más de los que dicen».
Es cuestión de dinero, subvenciones nacionales y europeas y demás canonjías adheridas al animalismo. Hay muchos más osos cantábricos de los reconocidos, y muchos más buitres, y muchos más lobos. También, más linces. Y por mí, feliz y encantado, porque soy y me considero un enamorado de la naturaleza y de sus criaturas. Pero en poco tiempo, si no es ya, comenzarán los problemas. En lo alto de Piedrasluengas, en una venta regentada por cuatro hermanos y aislada en el primer valle de Liébana, uno de los hermanos celebraba la presencia de un venado en el pecho de bosque enfrentado a la venta. «Hace años sólo veíamos venados y jabalíes. Ahora solamente vemos osos». En Sierra Morena, en una propiedad privada, descansando en un alto pelado, descansaban los buitres. Negros y leonados. Entre todos contamos más de doscientos ejemplares. Si aquí hay doscientos, ¿cuántos habrá en Sierra Morena?, pregunté. Y el Guarda Mayor me respondió que «miles, y más miles de los que usted se figura. Ya atacan a las reses pequeñas y a las ganaderías. No pueden comer todos. Y un día atacarán a un niño, y se tomarán en serio el problema». Hay dos tipos de animalistas en sus asociaciones. Los que aman a los animales y mantienen una rigidez elemental en contra del equilibrio de sus poblaciones, y los que viven de las subvenciones. Unos y otros aborrecen a los aficionados a la caza, que son los únicos que colaboran en la mejora de las diferentes especies de nuestras sierras y dehesas. Y gracias a las guarderías públicas y privadas, que conocen el campo desde niño y no pontifican en los despachos oficiales ni en las sedes presumiblemente proteccionistas. Sin olvidar a los propietarios de los cotos que gastan su dinero en aumentar y mantener la calidad de sus reses.
El caso de los senderistas de Liébana no es una anécdota. Mientras el dinero llegue de Europa, los osos estarán en peligro de extinción... hasta que se extinga algún senderista. Y entonces, el lío.
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