Ángela Vallvey

Basilea

Paso unos días en Basilea, aquí donde el Rin se hace navegable y abre una vía hacia el mar. Esta preciosa ciudad suiza, portuaria y fluvial por excelencia, se encuentra entre Francia y Alemania, lugar privilegiado de viejas rutas comerciales, arrebujado entre las montañas del Jura y la Selva Negra. Basilea es la villa de Erasmo de Rótterdam, con una larga y brillante tradición, tanto cultural (Nietzsche fue profesor de filología clásica en su vieja y prestigiosa universidad) como de acogimiento de intelectuales y artistas. La urbe se extiende a lo largo de las dos orillas del Rin, que puede cruzarse a través de varios puentes, el más antiguo de ellos construido en el siglo XIII. La Gran Basilea, el centro residencial, el casco antiguo y los barrios comerciales están a la izquierda, y a la derecha, en la Pequeña Basilea, se encuentran instaladas la mayoría de las industrias químicas y farmacéuticas que son motores imprescindibles de su economía. Una vez aquí, se puede aprovechar para visitar la Selva Negra, la famosa Schwarzwald, de nombre enigmático y sugerente, al otro lado de la frontera con Alemania, y disfrutar del paisaje haciendo un pequeño viaje de ida y vuelta en tren, en el mismo día. Y es que su situación geográfica es excepcional: desde el puerto pueden contemplarse tres países a la vez –Suiza, Francia y Alemania–, y Basilea no ignora a ninguno de ellos, ni al resto del mundo. Una ciudad viva, culta, abierta y tolerante porque goza de un continuo tráfico de ideas y de personas, propio de las ciudades fronterizas, y sabe aprovecharlo. Mientras paseo por sus calles pienso en esa gente que sale en los periódicos españoles acusada de ocultar cuentas bancarias en Suiza. «Ah», me digo, «eso es porque España está llena de patriotas. De patriotas suizos».