Lucas Haurie
Blair, la chusma y los tabloides
El tiempo tiene el efecto taumatúrgico de, birlibirloque, convertir cualquier suceso en una leyenda. El despertar aquel domingo de verano en la playa de Pozo Negro (municipio de Antigua, isla de Fuerteventura) fue tan placentero como siempre: un banquete a base de pan con tomate de Tuineje, queso fresco majorero y esa sobrasada autóctona que allí llaman «chorizo canario». El último contacto con el exterior fue el boletín de medianoche de RNE, que informaba sobre la goleada del Sevilla al Lleida (5-1) en el arranque de la Segunda división, con doblete del jerezano Paco Peña. El anfitrión, oficial de la Legión en la reserva reconvertido en informático, se pasaba las horas delante de un rudimentario ordenador intentando convencer a su escéptico auditorio sobre las bondades de una cosa a la que llamaba Internet: «Estoy paliqueando (un bienio más tarde, todo el mundo sabía el significado de la voz inglesa ‘chat’) con un canario que vive en Portland y que conoce a mi hermano». Diana Spencer, de cuyo trágico fallecimiento nos enteramos a las dos, una horita menos, al conectar con un telediario que se veía con nieve en la pantalla, no era más que una celebridad del cuché; quizá fuese la persona más importante en su ámbito, vale, pero es que su ámbito no le interesaba a nadie fuera de esas clases populares británicas que, a su muerte, protagonizaron la primera revolución «chusmocrática» de la historia. Manejado por un Tony Blair avieso y por una prensa rosa-amarilla que cavó alcantarillas de demagogia de una pestilencia inusitada, el populacho se enseñoreó del sacrosanto espacio de la opinión pública. Y ahí seguimos.
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