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Bolinaga, en el zulo oscuro

Bolinaga, en el zulo oscuro
Bolinaga, en el zulo oscurolarazon

Josu Uribetxeberría Bolinaga reposa ya en el negro zulo del que no se sale. Los de Sortu, filial de lo que queda de ETA, organizaron su entierro y empapelaron con su mortuoria las calles de Mondragón, donde el etarra murió de madrugada, víctima del cáncer. Ha sido un gesto de camaradería y de estúpida exaltación. Que descanse en paz Bolinaga, si esto fuera posible tratándose de un hombre que ha muerto sin pedir perdón ni arrepentirse de sus crímenes. Por lo visto, no ha sido una muerte serena. A falta de remedios espirituales, necesitó en ese duro trance doloroso la ayuda de la morfina y de un psicólogo para ahuyentar los fantasmas de sus víctimas, que rodeaban su lecho de muerte como mariposas nocturnas. Es difícil que en esa hora de la verdad no desfilaran por su cabeza atormentada la imagen desvalida de José Antonio Ortega Lara, metido despiadadamente por él en el oscuro zulo durante 532 días, o la figura del guardia civil Antonio Ramos, vecino de su pueblo, al que asesinó a sangre fría, o la de los otros guardias que corrieron la misma suerte criminal. Su largo historial terrorista no era precisamente para sentirse orgulloso o para ser objeto de homenajes póstumos, que están fuera de lugar. Su caso adquirió una especial proyección política, irritó a las asociaciones de víctimas y creó divisiones en la derecha gobernante, que no se han restañado aún, cuando un juez, por razones humanitarias, excarceló a Bolinaga en agosto de 2012 antes de cumplir su condena con el argumento de que su cáncer era terminal y que le quedaban unos meses de vida. De esta manera Bolinaga ha podido disfrutar de dos años y medio de libertad antes de morir. Llegados a este punto, la única venganza es el olvido. Nunca el odio arregla nada. En un trance así, me quedo con los versos de Dámaso Alonso en «Hijos de la ira»: «Podrás herir la carne./ No morderás mi corazón, / madre del odio...». En el descenso al zulo eterno de Josu Uribetxeberría Bolinaga es preferible sentir compasión por este pobre hombre, anciano prematuro de pelo blanco, corroído por la enfermedad, dañino y fracasado, víctima del odio y de falsos ideales, que le impidieron ser nunca verdaderamente libre. Y seguir, si se me apura, la recomendación , con resonancia bíblica, del poeta vasco: «Dejad en paz a los muertos, que entierren, como Dios manda, a sus muertos». En este caso, aunque las instrucciones no sean de Dios.