Joaquín Marco
Cambio climático y mercado
No hace falta militar en las filas de los verdes para tomar conciencia del problema del cambio climático. Bien es verdad que unos pocos científicos están en desacuerdo sobre la rapidez con la que se produce. No es el Ártico el único índice que permite medir los desequilibrios planetarios, ni los huracanes que se desatan en los EE UU, ni los episodios climáticos que, dicen algunos, se avecinan. Es el consumo de energía, la eléctrica y la gasística, los escapes de los automóviles cuando ruedan, la concentración que oscurece el cielo de nuestras ciudades y las ajenas. A ello convendría sumar el incremento exponencial de la ganadería y el deterioro de los recursos forestales, los antiguos pulmones verdes. No es necesario convertirnos en agoreros, pero tampoco conviene hacer oídos sordos al llamamiento del ex vicepresidente de los EE UU Al Gore cuando pide «reflexionar sobre la fragilidad de la civilización y del ecosistema planetario del que depende». Las organizaciones internacionales tomaron sobre sí mismas la responsabilidad de velar por un mínimo equilibrio ambiental. Los países y los gobiernos lanzan tímidas propuestas para disminuir el peligro que supone el consumo creciente de energía. Pero países con altos índices de crecimiento como China, la India o Brasil se han convertido en un factor multiplicador de riesgos. Desde los años cincuenta del pasado siglo hemos pasado de 325 partículas de dióxido de carbono por millón a 400. En los últimos 150 años la temperatura global ha subido un grado aproximadamente y el nivel de los mares se incrementa en dos milímetros por año. El cálculo del nivel de partículas se mide en lo alto del volcán hawaiano Mauna Loa, pero para descubrir una medida semejante a la mencionada habría que acudir a unos cinco millones de años, antes de que el hombre poblara la Tierra. Los científicos alertan del peligro que supone. Ralph Keeeling aseguró: «Significa que estamos perdiendo rápidamente la posibilidad de mantener el clima por debajo de lo que pensamos que eran límites tolerables».
Las reacciones políticas y sociales son tímidas y hay quienes lamentan que resultan ya tardías. Sin embargo, las alternativas energéticas no contaminantes resultan caras. En los últimos ocho años, la electricidad y el gas se han encarecido entre un 22% y un 45%, y la energía más cara de Europa es la española, porque al aumento de precio cabe sumar el déficit tarifario acumulado como deuda a las empresas eléctricas, aproximadamente unos 30.000 millones de euros. Tal vez por ello nuestro país se especializó en energías renovables. Pero se subvencionaron en exceso y en la actualidad somos los grandes especialistas que forjan planes para otros países. Además, hoy resulta menos caro contaminar, porque los precios de las cuotas de emisión del dióxido de carbono han descendido casi un 40% por tonelada debido a la crisis económica y a una regulación, tras el protocolo de Kyoto, que podríamos calificar, como mínimo, de ambigua. Tal regulación está abierta al mercado y por tanto a unos precios oscilantes según las circunstancias. Christiana Figueres, secretaria ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (UNFCCC) expone que «a pesar de los retos que aún debemos superar, el mercado del carbono sigue siendo una herramienta vital en la gran lucha contra el cambio climático. Se está haciendo un buen trabajo en todo el mundo en forma de legislaciones nacionales y planes de comercio, pero hay que incidir en cuestiones como la participación del sector privado, la interconexión de estos planes a nivel mundial y la calidad de los sistemas». La novedad en el comercio de las emisiones de gases de efecto invernadero reside en que desde 2013 a 2020 se subastan los derechos de emisión. He aquí, pues, un nuevo mecanismo de mercado que, sin mencionarlo, afecta a la contaminación planetaria. El Banco Mundial y la IETA (Internacional Emissions Trading Association), esta última una organización empresarial sin ánimo de lucro, pretenden, bajo los auspicios de la Convención de las Naciones Unidas, proteger el clima. Pero no deja de ser un mecanismo más del desarrollo de un mercado de gases de efecto invernadero.
Europa está falta de energía. Pero para la realización de un plan ordenado capaz de sustituir la energía contaminante por la verde se requieren grandes inversiones. Y hoy todavía es suficiente, para obtener energía más barata, recurrir a los productos tradicionales y contaminar en lugar de servirse de la eólica o solar. Los políticos deben, además, calcular si los subsidios a la producción superan los costes, porque dejaría de ser competitiva. Seguridad y sostenibilidad son los principios por los que se rigen. Alcanzar un sistema regulador no deja de ser complejo y preocupa a la Comisión Europea más por los precios que por los efectos contaminantes. Los Servicios de la Competencia están preparando un documento vinculante en el que se fijarán las condiciones bajo las que los estados podrán subvencionar las nuevas energías. Nuestro planeta azul podría dejar de serlo en el futuro. Pero en la Comisión de la Unión Europea y en el Consejo se preocupan tan sólo por el mercado y su evolución. Una posible solución para obtener gas de modo más económico es el «fracking», un proceso de fracturación hidráulica del suelo, que se utiliza en los EE.UU., pero que resulta o puede resultar contaminante. España y el resto de Europa están considerando esta técnica bajo una conveniente normativa común que no existe todavía. José Manuel Soria lo apoya en principio «siempre y cuando se haga dentro de las mayores garantías medioambientales exigidas por la Unión Europea». También la buena salud del planeta depende de los mercados.
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