Lucas Haurie
Canto de guerra
En las Escuelas Francesas de Sevilla, alguna quinta anterior a la mía aún cantaba la Marsellesa en los días señalados, signo de diferenciación hacia los centros públicos aledaños, donde durante el franquismo sonaba el «Caralsol». No había al sur de Despeñaperros una institución de enseñanza más moderna, lo que no era incompatible, al contrario, con anteponer «madame» o «monsieur» antes de dirigirse al profesor. Las buenas costumbres empezaron a conculcarse cuando París empezó a enviar a objetores de conciencia imbuidos de lo que el editorial de Le Figaro de ayer llamaba «el espíritu llorón del sesentayocho». Todavía hace cinco años, los alumnos se levantaban como un resorte en señal de respeto cuando un señor entraba en clase: Manolo, factótum de colegio que exigió tal deferencia hasta el día mismo de su jubilación porque desde niño percibió que el profesor encarna a la autoridad, la primera a la que el ser humano se enfrenta. Perdido el temor reverencial, relativizado el hecho de transgredir la norma (siquiera la cortesía más nimia), el alumno llega al final de la adolescencia sin una idea clara de disciplina. Aquella «gauche» tan errada como arrogante se enseñoreó de la educación en Francia: sus herederos inundan las aulas de las EEFF con un buen rollo que oscila entre el analfabetismo y la pulsión suicida lamentando, por ejemplo, el gesto espontáneo de los miles de espectadores que abandonaron su angustioso encierro en Saint Denis entre los acordes del himno nacional. «La Marsellesa es una canción de guerra», gimotean. Así es: un canto que entonaron quienes anhelaban la libertad antes de morir por ella o, en el mejor de los casos, matar a los que intentaban arrebatársela.
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