Irene Villa
Casos aextremos
Nos sorprendía leer en LA RAZÓN el terrorífico relato de Miranda Barbour, la asesina precoz que se confesó a un periodista: infancia de abusos sexuales, sometida a los dictados de Satán, asesinó al menos a 22 personas en seis años. Sí, una mente perturbada, pero tristemente común en demasiados rincones del mundo. Por ello, no es descabellado que quienes han sido víctimas de esa falta de amor en la infancia, falta de empatía, enfado con el mundo o de llevar una ideología hasta las últimas consecuencias, pidan la reforma del Código Penal. Y es que no podemos dejar solo, por ejemplo, al padre de Marta del Castillo, cuyo cuerpo sigue sin aparecer, ni olvidar que durante cinco décadas, miles de ciudadanos tuvieron que huir del País Vasco o exponerse a que le pusieran una bomba o le pegaran un tiro en la nuca. Este fue el dramático final de casi mil personas inocentes. Otros pudieron seguir luchando para que pudieran convivir en el País Vasco libremente diferentes ideologías. Personas anónimas y de relevancia política o social, arriesgaron hasta su vida por la libertad. Hoy sabemos que acabar con ETA no es sólo acabar con la violencia, la coacción o la extorsión. Nada tendría sentido, si los portadores de la injusticia, la sangre y la sinrazón consiguen finalmente imponer su proyecto político. Me gustaría saber cómo afrontan la posible nueva pena permanente, con carácter excepcional y revisable, esos que se burlan de la democracia, los derechos humanos, que celebran la derogación de la «doctrina Parot», y que quizás nunca consigan rehabilitarse.
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