José María Marco
Caza de brujas
De confirmarse los hechos que han llevado a la detención de los responsables del «sindicato» Manos Limpias y de Ausbanc, nos encontraremos con que los implacables perseguidores de corrupciones y corruptos habían creado una red de extorsión mafiosa. Manos Limpias y Ausbanc se amparaban en la legislación española, que permite lo que se llama «acusación popular». El «pueblo», así en general, está llamado a intervenir o propiciar procesos judiciales cuando no hay una instancia acusadora, ni particular ni institucional –léase la Fiscalía–. La figura, como se analizó en su día en LA RAZÓN, no existe de esta forma en otros países europeos. Es una reliquia de la mentalidad progresista decimonónica que se complace en imaginar al pueblo como la última instancia justiciera.
Tal vez nos sea dado contemplar, una vez más, en qué consiste eso del «pueblo» cuando va más allá de los textos y las aulas de filosofía política. Por algo la acusación popular sólo existe aquí y por algo se iniciaron los primeros pasos para reformarla cuando Ruiz Gallardón estaba al frente del Ministerio de Justicia. Las buenas intenciones progresistas suelen llevar –como en el caso de la jurisdicción universal– al bloqueo o a la desestabilización de la situación política, o bien al funcionamiento perverso de esa misma acusación. O a ambos. También al linchamiento, que es otra forma de justicia del pueblo.
Como vivimos en una sociedad paradójica, nada de esto llevará a ninguna reforma de la acusación popular. Al revés, la impedirá. Eso mismo, sin embargo, debería invitar a la sociedad, en particular a aquellos que pueden influir en la opinión pública, a preguntarse si no se estará llegando demasiado lejos en esto de la supuesta (porque ahora ya es supuesta, también ella) lucha contra la corrupción. Claro que la corrupción es intolerable, en particular la corrupción política, por razones que no hace falta explicar aquí. Ahora bien, no hay ejemplaridad perfecta en la vida pública, como no hay transparencia total en las sociedades ni en la conducta de las personas. Pretender que se puede conseguir la ejemplaridad o la transparencia es engañar a la opinión y propiciar, o a veces asumir, una forma de corrupción no menos peligrosa y condenable que la otra. Es una lección obvia, pero al parecer olvidada. ¿De verdad las clases dirigentes españolas creen que la ejemplaridad está ahí, al alcance de la mano?
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