Alfonso Ussía
Ceremonias de plástico
«La madre quería casarla,/ la hija quería un marqués,/ el marqués quería dinero,/¡ Y están contentos los tres!». Síntesis de la vida moderna, más plastificada que una tarjeta de crédito. Leo que una considerable proporción de las parejas que se casan por la Iglesia no son creyentes ni practicantes. Es decir, que no tienen ni idea del paso que dan cuando firman su compromiso. Con lo sencillo que resulta, hoy en día, casarse por lo civil. Y lo mismo sucede con las Primeras Comuniones. El niño o la niña quieren hacer la Primera Comunión como sus amigos y compañeros de colegio, y los padres, activos miembros de plataformas anticristianas, lloriquean de emoción cuando sus hijos reciben la Sagrada Forma. Todo por el vestido, la fiesta y los regalos. ¿Se paga más, entre los pedorros famosuelos, una exclusiva con boda religiosa que con ceremonia civil? El triple. Después vienen las rupturas, las desavenencias, los líos judiciales, el Tribunal de La Rota y sobre todo, la amargura de los hijos, víctimas inocentes de la frivolidad imperante. Al menos, la cuarteta que abre este artículo sonríe ante el triunfo del interés, en un puzzle con final medianamente agradable. Todos contentos. Lo contrario que en la mayoría de los casos de ruptura.
Los cristianos, en España con abrumadora mayoría de católicos, que se casan, saben perfectamente lo que significa «hasta que la muerte os separe». Acuden a la Iglesia con esa intención, si bien no siempre los aconteceres de la vida y la convivencia ayudan a su cumplimiento. Casarse no puede interpretarse como una diversión o una fuente de ingresos. Hay que sentirse muy seguro y muy enamorado para enfrentarse a la contundente y terrible frase de «hasta que la muerte os separe», más aún con las expectativas de vida que hoy prevalecen sobre las probabilidades de muerte en la juventud de pocos decenios atrás. No obstante, cuando un matrimonio va superando sus problemas, la comprensión triunfa y el perdón se habitúa a compartir el hogar de una pareja, y llegan los hijos, y llegan los nietos, y se alcanzan los años habitados en compañía, gracias al amor, al cariño y a la buena educación, se miran las excentricidades con mayor benevolencia. Además del reconocimniento de la voluntariedad para contraer matrimonio «hasta que la muerte os separe», la estabilidad de una pareja se construye desde el amor a los que vienen detrás, el mutuo respeto y cariño, y la buena educación.
Leo que cada tres días se produce en España el secuestro de un hijo por parte de uno de sus progenitores –las voces de padre y madre no concuerdan con las actitudes egoístas, separadoras y violentas–. Muchos maltratos y, lo que es peor, horribles enfrentamientos con resultado de muerte, son consecuencias de la frivolidad de querer casarse «para ser como los demás», como si lo de los demás fuera envidiable. No son los únicos responsables, pero muchos famosos y famosillos que se casan por una exclusiva o por mantener su popularidad, tienen alguna culpa de cuanto sucede. Aunque parezca incomprensible, son ídolos de una sociedad inculta y manipulable que admira con más pasión a una telezorra y un telepolvo que a una persona de verdad. No quiero dar nombres, pero están escritos en la interpretación de todos los lectores.
Las bodas por la Iglesia son compromisos firmados por lo sagrado y muy duros de cumplir. No se trata de vestidos blancos, flores, regalos y bailes. Son otra cosa que muchos no quieren entender, quizá porque no se lo han enseñado. Los hijos, lo primero.
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