Pedro Narváez

Ciudadanitis

Les invito a curiosear en el esclarecedor ensayo sobre cómo se escribió «La conjura de los necios», la cáustica novela de Kennedy Toole que no vería publicada porque las editoriales rechazaron la obra maestra y el autor unió una manguera al tubo de escape y la metió por la ventanilla hasta que la asfixia parió un best seller. El título lo extrajo de una frase de Jonathan Swift: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede identificarse por este signo: todos los necios se rebelan contra él». Con Albert Rivera pasa lo contrario, diga lo que diga recibe patente de corso, o eso parece. Salvo alguna colleja en campo propio, más bien de los maestros para que el alumno no se desvíe en el camino hacia el cum laude, resuena más el halago «cool» de los esclavos de la novedad y enamorados de la moda juvenil, que la crítica de trago largo, lo que me convierte en un necio siempre y cuando aceptemos genio como sinónimo de Rivera. Ahora que su ambigüedad ha pasado de la de David Bowie a la más canalla de un travesti político, el apellido del momento aparece como el hombre sin atributos salvo el de la ambición crecida por las encuestas. La bisagra quiere ser llave antes de tiempo, antes incluso de que los españoles convertidos en cerrajeros vayamos a votar. El líder de Ciudadanos puede decir una cosa y la contraria el mismo día e incluso en la misma subordinada lo que eleva el lenguaje a la categoría de manipulación calculada, como el mago que hace chistes para que no veamos dónde está el truco. Lo malo es que cuanto más habla más oportunidades le da su suerte de meter la pata. Envidio sus trajes de Hugo Boss antes que las gafas de espejo de Floriano, que es como llevar zapatos de rejilla en la cara, pero estamos adorando a una percha en la que cada uno cuelga un deseo o una revancha. Y si estos son los ensayos, ¿qué pasará cuando se abra el telón y el espectáculo se convierta en uno de los chistes de Eugenio?