Alfonso Ussía

Coches, coches

Creo que se ha sacado de quicio lo de los coches del chico mayor de los Pujol. La típica demagogia anticatalana de la Prensa de Madrid. Conozco a personas que tienen más de diecinueve coches y carecen de la tradicional dedicación de la familia Pujol a los motores y neumáticos. Sin ir más lejos, ahí está uno de los pequeños, Oriol, con los talleres de la ITV. Porque eso sí. Con diecinueve coches uno está entrando y saliendo de la ITV todo el año, y mejor hacerlo en un taller cercano a la intimidad familiar que en uno despersonalizado. Una burda reacción de la envidia mesetaria. Coleccionar coches ha dejado de ser un capricho de millonarios. Se considera sospechoso de arrogancia económica a todo aquel ciudadano de cualquier país que posea más de sesenta coches. Por ejemplo, el príncipe Scalopini Di Fornio, propietario de casi un centenar de coches y que para moverse por Roma tiene alquilado un taxi. Eso es derroche y presunción. Pero el mayor de los Pujol Ferrusola los mantiene a todos en perfectas condiciones de circulación, y ama a sus coches. El amor al coche es un amor limpio, blanco y desinteresado. Es imposible abusar sexualmente de un coche, excepto por el tubo de escape, y el que lo intenta una vez no repite la experiencia. Jordi Pujol Ferrusola es un hombre que ha vivido siempre al margen de la política y sus conveniencias. Ahorrilo va y ahorrilo viene ha conseguido reunir una modesta colección automovilística. No son veinte, sino diecinueve, y la diferencia es grande. Un Ferrari F40, y otro Ferrari 328 GTS son, según apunta la Prensa anticatalana y mesetaria, los vehículos de más alto valor de la colección de don Jordi. Hay coches Ferrari en todos los rincones del mundo, y el juez Ruz se ha tenido que fijar precisamente, en los dos de Jordi Pujol Ferrusola. El resto de los coches forman parte del ámbito de la vulgaridad. Dos Porche, un parejita de Jaguar, dos Lamborghini, un Mercedes SLR McLaren,un Nissan Pickup, un Land Rover, alguna moto o motocicleta y en señal de respeto a la crisis económica un «Seiscientos», matriculado en Madrid y fabricado en 1970. Ese detalle, con toda probabilidad, va a dejar sin argumentos al juez Ruz, porque yo tuve un «Seiscientos» de los años setenta y matriculado en Madrid, y el juez Ruz no me ha citado para nada, lo cual demuestra que este asunto es un ataque más, uno de tantos, contra el independentismo de Cataluña que está padeciendo en sus carnes, en sus grímpolas estrelladas, en sus coches y en el padre de Neymar la presión y las acometidas del centralismo invasor español.

Ahora entiendo que algunos empresarios catalanes no saluden al Príncipe de Asturias y que el Presidente Mas, cuya intimidad con los Pujol nadie puede poner en duda, conceda el beneplácito al desaire con la triste sonrisa de la victoria parcial. Ahora entiendo la desolación de Oriol Junqueras cuando comprobó la escasa predisposición de los españoles no catalanes, a bailar la sardana, con lo divertida y emocionante que resulta. Hago público que el chotis – el «scotish»–, que es una danza escocesa adaptada al impulso popular de Madrid, me parece tan divertida y emocionante como la sardana, si bien carece de su fuerza coral, de su acuarela viva de miles de brazos alzados y manos unidas que la sardana ofrece y el chotis rechaza.

Pero Jordi Pujol Ferrusola no merece este calvario. ¡Por diecinueve coches! De haber sido veinte, la cosa cambiaría. Pero no tanto. Hoy, veinte coches, los que se dice veinte coches, los tiene cualquiera. Están acabando con nosotros.