América
Colón facha
Le han pintado las manos de rojo a la estatua de Colón en Central Park. La talla, obra de Jerónimo Suñol, fue colocada a la altura de la calle 66 en el año 1892 y sufragada por la Sociedad Genealógica y Biográfica de Nueva York. Acusan al Almirante de instigar el odio y desatar un genocidio. Quieren hostiarlo. A otros gatos con el testamento de Isabel la Católica o la hecatombe biológica, principal responsable de la espantosa mortandad en las Indias, tal y como ya demostró hace años Alfred W. Crosby en el clásico Imperialismo ecológico (La expansión biológica de Europa, 900-1900). Las consideraciones respecto al triunfo de la fauna y flora que traían los colonos, por no hablar de su larga convivencia con enfermedades como el sarampión o la viruela, no interesan a los coleccionistas de agravios. En su empeño por defender todas las causas nobles y a los oprimidos, acaban por mezclar historia y política, bondad y santurronería, controversia y ridículo. En Nueva York la paranoia políticamente correcta nace tras la decisión del alcalde Bill de Blasio de crear un grupo de 18 artistas e historiadores neoyorquinos para estudiar la posible eliminación de monumentos que puedan considerarse «opresivos». ¿Les suena? Claro. Y eso que ustedes no tienen que lidiar a diario con concienciados tataranietos de conquistadores ibéricos, que no pierden ocasión para afearte las malas artes de sus tatarabuelos. Como si yo, y no ellos, descendiera de los marinos que llegaron a América desde Sevilla y Cádiz. O como si fuera posible, no digamos ya aconsejable, acometer el estudio del pasado en base a los presupuestos ideológicos de quienes confunden la historiografía con la grada de animación en un partido de Champions. Ni arcángel que caminaba sobre las aguas, como opinan los socios de la Liga Italoamericana, ni bestia bifronte e infernal, responsable de liquidar unas civilizaciones que sólo consideran idílicas lo más adánicos de cada casa. No, desde luego los totonacas de Cempoala ni los tlaxcaltecas, que unieron sus fuerzas a las de Hernán Cortés para acabar con la feroz dominación azteca y sus sacrificios humanos, confirmadas en el registro arqueológico con descubrimientos tan siniestros como inmensa la pila de cráneos que apareció en 2015 en Tenochtitlán. Por parafrasear a la profesora María Elvira Roca Barea, da igual cuántos muertos descansen en ese osario maldito: las víctimas del terror azteca interesan mucho menos que el objetivo último, o sea demonizar a los conquistadores y, ya puestos, eximir de cualquier culpa a los actuales moradores de unos territorios carcomidos por el caciquismo, la corrupción, el crimen organizado y la desigualdad crónica. La falta y los delitos, del maldito Colón y sus aliados. Esas sandeces, de un nativismo xenófobo, de una estulticia que pasma, endurecidas en la fragua de la superchería, moldeadas con el barro de la trivialidad y el lugar común, ratifican los zigzagueantes derroteros de un discurso que en nombre del progresismo no ceja en su empeño de conducir a la izquierda rumbo a las simas más desangeladas y oscuras de una caverna profundamente reaccionaria. El espectáculo acongoja y asusta.
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