José Antonio Álvarez Gundín

Comisionistas y lunáticos

Los catalanes no tienen los gobernantes que se merecen. Ni ahora ni desde hace años. Nadie puede ser tan cruel como para desearles unos dirigentes así. Entre los profesionales del 3%, que son legión, y los libertadores en cómodos plazos, que brotan como «rovellons» en otoño, en Cataluña ya no queda sitio ni para bailar una sardana. Por algún extraño motivo que no figura en los manuales de uso de la democracia, los tres partidos más votados (CiU, PSC y ERC) se empeñan en fabricar problemas artificiales, en prometer paraísos que nadie pide y en encabritar a unos ciudadanos que, por lo común, son pacientes y educados. La vanidad de sus dirigentes es tan vasta como insolente, de modo que tratan a la gente como a adolescentes inmaduros que no saben lo que les conviene. Como padres de la gran patria, necesitan salvar al pueblo de sí mismo e incluso contra sí mismo.

Hace siete años, al infausto tripartito se le iluminó el caletre y dio con la solución a todos los problemas de Cataluña: necesitaba un nuevo Estatut. Nadie lo reclamaba, nadie lo echaba en falta y a nadie le parecía necesario, pero eso era porque los catalanes son un pueblo ignorante, corto de luces y de menguada ambición. Así que pusieron el país patas arriba, redactaron un Estatut agriamente anticonstitucional y marcharon sobre Madrid como Espartaco sobre Roma. El batacazo fue histórico. Ni hubo refrendo mayoritario ni pasó el filtro del Tribunal Constitucional. Las consecuencias de aquella aventura estúpida y frustrante fueron nefastas para los catalanes y para el resto de los españoles. Y mientras los gobernantes se divertían con los fuegos artificiales, la crisis económica socavaba Cataluña. El regreso de CiU a la Generalitat auguraba una vuelta a la sensatez para reconstruir la maltrecha herencia. Pero nadie contaba con que a los espartacos de la izquierda les había sucedido un caudillo del separatismo, un Moisés de pacotilla dispuesto a sacrificarse, qué manía, por el bien del pueblo. Pues bien, ya está, ya se ha sacrificado por su amado país, al que ha puesto boca abajo para nada. Lo último que a Mas le queda por hacer para entrar en el libro de oro de la Historia es que ingrese en la orden de los cartujos y observe la severa regla del silencio. No se sabe si las futuras generaciones se lo agradecerán, pero los contribuyentes de hoy, seguro que sí. Y en esas están los sufridos catalanes seis días después de las elecciones, atrapados entre comisionistas sin fronteras y lunáticos con árbol genealógico. ¿Es que no hay en toda Cataluña un político medianamente normal para gobernar con sentido común?