Pedro Narváez

Concertinas en re menor

Bruselas posee una gran habilidad para la indolencia. Se ahogan a las puertas de Lampedusa cientos de inmigrantes y apenas se le escapa una mueca administrativa, que es por lo que cobran los tecnócratas, que gastan en cuartillas lo que deberían pagar en kleenex por tanto sufrimiento. Bruselas jamás sufre en sangre propia por mucho que se la pinche, ahora el drama de la inmigración, antes las consecuencias de los recortes, pero se atreve a cuestionar si a un pobre le pagan la luz o si el Gobierno mantiene las cuchillas en la frontera con Marruecos. Las concertinas están por toda Europa, pero lo que no suscita debate humano para un berlinés sí lo merece un negro del gurugú. No interesa si una vez traspasada la valla el inmigrante fallece de inanición o de nostalgia con tal de que no muerdan como los zombis la carne blanca, que, ya puestos, tampoco es que se cotice muy cara en el mercado de sus valores. Entre la ética y la estética, Europa se decanta por lo último. Le produce escalofríos la herida de los otros, porque un salón versallesco se desvanece ante el espectáculo de la sangre; otra cosa son los ahogados que yacen en el fondo del estrecho engordando a los tiburones. Ya puestos, podían quitar las alarmas de sus domicilios por si el ladrón necesita dar de comer a sus hijos, que también tendrán derechos según la tabla de su ley. Hasta el más insensato conoce qué es el poder de las mafias, los capos que merecen no ya cuchilla sino guillotina, lo que atrae hasta las costas de lo que fue El Dorado a la famélica legión desesperada. Los funcionarios de Bruselas dan el tipo de quien se afeita con maquinilla eléctrica para no ver una gota roja en el espejo. Las concertinas serán malas, pero su teoría del humanismo es perversa. Los muertos son un número en su estadística. Los heridos los miran a cámara y eso les resulta insoportable. Si el diccionario no ha cambiado, a eso se le llama hipocresía.