Restringido

Contra la yihad terrorista

La Razón
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Los recientes acontecimientos de Bruselas han puesto dramáticamente de relieve que los problemas se acumulan en la agenda de la lucha contra la yihad terrorista mientras las soluciones esperan para ser planteadas. Ha quedado claro que no basta con acumular meses de alerta en la movilización de las fuerzas armadas y policiales para obtener resultados. Todo lo contrario, en Bélgica los errores se han multiplicado y en la Unión Europea la parsimonia burocrática ha impedido progresar en la configuración de los instrumentos de cooperación multilateral que son necesarios para prevenir y reprimir el terrorismo. Porque, no se olvide, la yihad es simultáneamente un problema interno y externo a cada uno de los socios de la Unión –pues sus combatientes, en el Estado Islámico o en Al-Qaeda, se reclutan tanto en países lejanos como entre nuestros propios conciudadanos– a la vez que territorialmente difuminado, de manera que nadie escapa a su influjo, incluso cuando no se cometen atentados.

En estos días hemos visto no sólo la conocida ineptitud policial belga –seguramente fruto de la fragmentación del país–, sino que Europa falla ante el problema terrorista que se desarrolla en el interior de sus fronteras: falla la cooperación entre los estados para compartir multilateralmente la información, más allá de las buenas relaciones entre algunos de ellos y aún a pesar de la existencia de Europol –que bien podría ejercer ese papel–; falla también el desarrollo de instrumentos de control de fronteras y del tráfico aéreo dentro del ámbito europeo; falla asimismo una lucha contra la financiación de las organizaciones terroristas basada en instrumentos inadecuados, como son los diseñados para reprimir el blanqueo de capitales; falla del mismo modo la prevención de la radicalización de los jóvenes musulmanes que viven en el territorio europeo; y falla estrepitosamente la creación de instituciones jurídicas con las que sancionar las actividades delictivas en las que se especifica la actuación de los yihadistas. Y a todo ello se añade la carencia de voluntad resolutiva para emplear los medios militares en los teatros de operaciones en los que, tanto en África como en Oriente Medio, se fortalecen y adquieren prestigio las organizaciones sumisas al Estado Islámico o asociadas a Al-Qaeda.

La experiencia de Bélgica –donde el Gobierno creyó que, en virtud de la crisis, podían reducirse los presupuestos destinados a combatir la yihad– nos recuerda también que, para estos asuntos, no funciona la teoría del «pasajero gratuito», que no basta que los vecinos se ocupen de los terroristas para quedar a salvo de sus ataques. Ningún acuerdo antiterrorista, cuando la amenaza es difusa, interna y externa a la vez, puede ser eficaz si no contribuyen a él todos los socios con la misma intensidad. La secuencia trágica de muertos y heridos en los atentados bruselenses constituye la constatación empírica de lo que los estudiosos de las alianzas militares dejaron bien sentado desde hace muchos años y que ahora parece olvidado. Habrá que recordárselo a los numerosos socios europeos que aún creen que esto del yihadismo no va con ellos.