Joaquín Marco
Cortázar después de «Rayuela»
Me contaba un colega, profesor de una universidad española, una de las que, contra lo que se dice, no es tan catastrófica, que sus alumnos ya no leían «Rayuela», la novela emblemática de Julio Cortázar (1914-1984). Dudo que sea del todo cierto. Lo que parece evidente es que el joven lector de hoy no puede leerla con el entusiasmo y los parámetros que utilizamos nosotros. En estos días se ha vuelto a hablar de «Rayuela» en los suplementos culturales de los periódicos por dos razones, una nueva edición y la conmemoración del medio siglo de su publicación. Yo todavía manejo la de Editorial Sudamericana, de tapas negras y el dibujo de una rayuela en líneas blancas, reedición de la primera de 1963. Un mero repaso a las reimpresiones: 1965, y a partir de esta fecha, dos por año hasta la segunda de 1968, que es la que tengo sobre la mesa, evidencian su progresivo éxito, aunque Cortázar nunca llegó a vivir de la literatura. Esta novela o antinovela, como se tildó, anticipaba mucho de lo que vendría a ser la esperanzada Europa de los años setenta del pasado siglo. Dio muestras de lo que ocurriría después, en mayo del 68 y en París, porque es una narración fragmentaria del mito de la cultura francesa que habíamos interiorizado. Hoy, por descontado, el París de Cortázar ya no es el mismo, ni constituye el espejo en el que pretendemos reflejarnos, sin dejar de valorar lo que todavía sobrevive. Cortázar escribió esta mágica novela después de haber ensayado la poesía y el cuento cuando en Francia languidecía el existencialismo y se practicaba el «nouveau roman», del que se colocó en las antípodas. Su visión del mundo era mágica, juvenil, sin formar parte del «realismo mágico» y en la segunda mitad de su vida, también política, contra las dictaduras del Cono Sur. Su novela –que no era la primera– fragmentó las estructuras, el lenguaje, y se permitió la libertad de construir un gran juego en el que el lector se convertía en cómplice y le era permitido acceder al libro en cualquier dirección y zona, además de contener una teoría de la novela que sirvió para la suya propia y para la narrativa de quienes se atrevieron a seguirle.
Sin duda alguna, el medio siglo transcurrido ha modificado no sólo la forma de concebir la novela, sino el mundo que intenta describir y que, en su momento, resultaba cuanto menos sorprendente, como lo era el mismo autor. Yo le conocí hacia 1970. Era hombre de elevada estatura (aún seguía creciendo según la mítica circulante) y barbilampiño cuando se publicó en la colección RTV, de Salvat Editores con la colaboración de Alianza Editorial, una colección de sus cuentos: «La isla a mediodía y otros relatos». La serie la integraron cien volúmenes y el de Cortázar fue el 94. Todavía es posible descubrir algunos de estos libros en las librerías de lance, muy revalorizados, por cierto. Eran años en los que se vendían 300.000 ejemplares de promedio de cada uno de los títulos. Posiblemente se leían menos, porque atraía más al afán del coleccionista que el del lector. La selección de los doce relatos la realizó el propio Cortázar y entre ellos están algunos de sus más célebres: «Todos los fuegos el fuego», «La autopista del Sur», «Casa tomada» o «El perseguidor». Apareció un día en mi despacho con aquel aspecto juvenil y unos ojos verdes que penetraban al interlocutor. Quería ver al director de una colección que pocas semanas antes había publicado en la misma serie también algunos relatos de un casi desconocido J.L. Borges. Cada uno de los libros llevaba un prólogo. En esta ocasión la prologuista fue Ana María Matute, que escribió un bello texto. Poco después volví a ser también editor marginal de Cortázar. Como cronopio, una denominación cariñosa y llena de complicidades, le convencí para que editara uno de sus inéditos libros de poemas en la colección de poesía «Ocnos», que entonces se publicaba en Barcelona.
Recuerdo un encuentro y una comida a solas, frente a frente, en la que tratamos de la conflictiva política latinoamericana, aunque preferimos hablar de literatura no menos comprometida. Recuerdo que a mi pregunta de en qué hotel se hospedaba me comentó que había llegado en una rulote y había pasado la noche durmiendo tan ricamente aparcado en una de las plazas de la ciudad. Gran conocedor del jazz, dominador de la literatura más esotérica, hijo del surrealismo, patafísico, conectaba muy fácilmente con las inquietudes de los jóvenes a través del humor. Tendía a escribir de manera aparentemente sencilla. Pero pude ver el torturado original de «Rayuela» cuando fue adquirido por la universidad de Austin, en Texas, gracias a las gestiones del profesor y escritor Julio Ortega. El manuscrito revela la cantidad de correcciones y hasta dibujos que acompañan el texto. Cortázar había nacido en Bruselas, de padre diplomático, pero se formó en la Argentina, primero en Buenos Aires y más tarde practicó la enseñanza en una zona rural. Pero su verdadera patria fue París. Allí escribió la mayor parte de su obra fundamental y es el escenario de una parte de su «Rayuela», compartida con Buenos Aires. Me contaba las dificultades con que se tropezaba al atravesar las fronteras: de origen belga, argentino, poseía pasaporte francés. Nunca se apeó de su latinoamericanismo militante. Su conversación era tan atractiva y rica en apreciaciones como lo es su correspondencia, a la altura de sus relatos o de su novela. En el prólogo a «Pameos y meopas» se sinceraba con su habitual optimismo: «...hombre entre dos aguas del siglo, habré tenido el privilegio agridulce de asistir a la decadencia de una cosmovisión y al alumbramiento de otra muy diferente...». El futuro no resultó como había imaginado. Pero «Rayuela», anticlásica, ha vuelto a reeditarse.
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