Crítica de cine
Dashiell y Lillian
Al leer los apuntes biográficos de Dashiell Hammett escritos por la menor de sus hijas me he dado cuenta de que el autor de «El halcón maltes» se dejó arrastrar toda su vida por ese impulso temerario que suele parecer una virtud de los hombres que en realidad son cobardes. No me importa reconocer que me gustan los tipos que ceden a sus impulsos por temor a que sea peor plegarse a lo que pudiera dictarles la razón. Y no se trata sólo de una admiración literaria. Ahora que conozco la conducta de Hammett me doy cuenta de que mi cobardía no es en absoluto distinta de la suya y veo con claridad que los reacios necesitamos siempre una vida decente y otra existencia paralela y confusa que resulte como poco reprobable y contradictoria, incluso inmoral, compaginando la necesidad de una familia con la tentación de la soledad y la búsqueda obsesiva, casi viciosa, de una mujer fuerte e inteligente en cuya compañía pueda uno sentirse orgulloso de su enfermiza mezquindad. Seguramente el escritor norteamericano sentía respecto de la vida familiar la misma claustrofobia que le producían los ascensores y el fuselaje de los aviones. Yo no he convivido nunca con una escritora como Lillian Hellman, pero comprendo que Hammett se sintiese cómodo al lado de una chica como ella, una mujer tenaz y resuelta, casi un soldado, que tenía esa voz ronca en la que la dulzura de la feminidad no excluye que uno pueda sentir mezclados durante el paroxismo del sexo el relincho de una yegua, el asma del tabaco y la voz reprobatoria y bronquial de su padre. Lo que no comparto es el supuesto encanto de la afinidad ideológica y activista que tanto les unía. Yo soy más prosaico y menos heroico. No podría ser feliz al lado de una mujer con la que, además de una pareja, pudiese constituir un piquete.
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