José María Marco

De Donald a Pablo

La Razón
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Durante una larga estancia en Estados Unidos, hace ya unos años, estuve viviendo en Georgetown, uno de los barrios más caros de Washington, ciudad ya de por sí muy cara. Cerca de mi casa teníamos una pequeña tienda de conveniencia, con los periódicos del día, y su dueño y yo pronto nos hicimos amigos por una afinidad excepcional. Solíamos decir en broma que nosotros dos éramos los dos únicos simpatizantes del Partido Republicano en todo el distrito, poblado de personas (muy) adineradas, sumamente sofisticadas y (en muchos casos) extremadamente de izquierdas. Las contradicciones que entonces asomaban en la sociedad norteamericana han ido agravándose desde entonces, con la crisis y las revoluciones tecnológicas. Hace unos días una de las grandes del columnismo norteamericano, Peggy Noonan, redactora de algunos de los grandes discursos de Ronald Reagan, se preguntaba qué dirección lleva un sistema educativo en el que las familias pagan 60.000 dólares al año de matrícula en las mejores universidades del país para que los chicos salgan con el cerebro lavado a fondo, transformados en robots (hay quien habla de activistas) izquierdistas... de superélite. Estas contradicciones no son monopolio de Estados Unidos. En nuestro país es legal abuchear al jefe del Estado, que representa al conjunto de la nación, y mientas que la Constitución habla de la «unidad indivisible» de la nación, es posible promocionar las tendencias separatistas, crear partidos que las defiendan y conseguir subvenciones del Estado. En este sentido, llevamos muchos años de avance sobre los norteamericanos, que sólo ahora, o desde hace algunos años, empiezan a comprender las consecuencias de un régimen político que enuncia simultáneamente mandatos contradictorios (unidad y no unidad; élites ultraprivilegidas e hiperprogresistas al mismo tiempo), violando así lo que Bertrand de Jouvenel, un pensador político liberal-conservador, de esos que no le gustan mucho a Mariano Rajoy, llamó la ley de la exclusión conservadora, que viene a ser como el principio de contradicción aplicado a la política. Los centros de decisión política, los grupos responsables de la gestión de la cosa pública, llevan décadas promoviendo la crítica (destructiva) del sistema como la forma más estricta de ponerlo en práctica. Los resultados son evidentes a uno y otro lado del Atlántico. Allí una rebelión populista contra las élites privilegiadas, aquí otro tanto de lo mismo, aderezado, como corresponde a la trágica historia del Viejo Continente, de la nostalgia de la atrocidad comunista.