Francisco Nieva

¿De dónde venimos?

S irva este artículo de felicitación a mi compañero Francisco Rodríguez Adrados por su 90 aniversario y por su deslumbrante labor ensayística como filólogo y helenista. Ésta es la ingenua confesión de un «hombre de teatro» que, acuciado por necesidades económicas, no tuvo tiempo de estudiar griego. Desde los dieciséis años llevo metido en este putiferio del espectáculo y me he ido enterando de lo que es el teatro a medida que lo iba haciendo. Sólo funcionaban el instinto y unas grandes facultades miméticas. Al mismo tiempo que inventaba decorados y espacios escénicos –generosamente premiados, luego– me iba convirtiendo en un dramaturgo. De vanguardia, éste es el quid de la cuestión.

Cuando leí mi primera comedia a Vicente Aleixandre y a sus caros discípulos Bousoño, Brines y Claudio Rodríguez –tanto ellos como yo hemos terminado por ser académicos– el cotarro se entusiasmó:

-«¡Esto es muy moderno!» Pero ¿qué pasaba por mí, cómo veía yo las cosas para resultar tan moderno? Muy sencillo: tenía los rasgos del más arcaico teatro griego, sin darme apenas cuenta. Era ceremonial, había un coro –que actuaba y comentaba al mismo tiempo–, requería un espacio abierto y era antirrealista por definición. Y esto es lo pasmoso: cuanto más me acercase a los orígenes del teatro, «más moderno y más de vanguardia» parecía. Tan moderno y tan de vanguardia que aquellas mis dos primeras obras, «Pelo de tormenta» y «Nosferatu», tardaron treinta y cinco y treinta y dos años en estrenarse. Se adelantaban mucho en el tiempo y las dos me recabaron un buen éxito, sobre todo «Nosferatu», que ha sido traducida a otras lenguas –y representada– por estudiantes universitarios. Me dejé deslizar por el instinto y vine a caer en lo esencial de «todo el teatro». Yo no trataba de imitar servilmente a la realidad, sino trascenderla, enfatizarla, que los personajes no hablaran como todo el mundo, sino como entes del teatro, distantes y distintos, travestidos, enmascarados, con otras voces y otros gestos. ¿Hay algo más «moderno» que este cambio tan drástico?

La sorpresa no puede ser mayor al compararlo con cualquier texto dramático actual. Lo curioso es que otro poeta japonés de mi edad –Mishima, con quien me entrevisté en Venecia– quiso hacer algo parecido con relación al teatro No japonés. Los dos hemos sido «más modernos» cuanto más nos acercábamos a los orígenes de la tradición. ¿Cuál es el mejor consejo de Rodríguez Adrados?: «Hay que enseñarle a nuestra juventud de dónde venimos». Para no perdernos. Ésa es la verdad. Mejor iría el teatro actual si estuviera embebido de mayor cultura humanística. Cuando me atreví a hacer una versión-adaptación de «La Paz» de Aristófanes me quedé de piedra: - «Pero si ¡esto es lo más nuevo, lo más fantástico, lo más atrevido, refinado, culto, burlón y provocativo a lo que se puede llegar en el teatro!» ¡Esto es lo esencial, esta bendita libertad sin trabas! Ésta fue la confirmación de mi acierto instintivo. ¿Qué otra cosa mejor podría hacer yo que seguir por aquella senda luminosa? Cuando en la Academia escuchaba «renegar» a Rodríguez Adrados me entraban ganas de aplaudirle. Ahora lo leo con la misma devoción que a Erwin Rohde: la idea del alma y la inmortalidad entre los griegos. Con más enjundia todavía.

Es bien abominable que, a los que somos de este parecer, los que recomendamos saber «de dónde venimos», se nos tenga por unos conservadores de anclados en el tiempo. Eso es una injuria y es como un estigma. Esto es la confirmación de que nos juzgan «los bárbaros verticales» que ya premonizaba Ortega. ¿Qué tendrán que ver las narices con el buen tiempo? Tanto el gran filólogo como el dramaturgo salvaje coinciden en lo mismo: en el gran edificio de ensueño y reflexión que levanta el ingenio ático, nuestros muy ilustres abuelos, a los que debemos honrar y celebrar desde que entramos en el colegio. Mande quien mande. Esto es secundario. Hay que saber de dónde venimos y a dónde podemos llegar a parar: a nuestra aborrecible extinción, sin duda alguna.