Manuel Coma

¿De nuevo «el mal ruso»?

Cuando Yeltsin designó a su protegido Putin, un oscuro teniente coronel del KGB soviético, como su sucesor, sus primeros índices de popularidad eran prácticamente inexistentes. La atribución a los independentistas chechenos de una serie de atentados en ciudades rusas le dio la oportunidad de una dura represión que elevó meteóricamente su aceptación pública. El origen de los atentados nunca se probó adecuadamente y el último, frustrado por la denuncia de un vecino, resultó que lo preparaban agentes del servicio secreto, que al ser pillados in fraganti dijeron que se trataba de un simulacro, y nunca más se supo.

Los altos precios el petróleo mantuvieron durante años una estima popular que para sí quisieran muchos líderes democráticos. Pero no sólo de pan vive el hombre y cuando una capa social media empieza a sentirse económicamente seguro empieza también a pensar en derechos humanos, participación política y honestidad pública. Empieza a querer ser «como los demás», es decir, como los países democráticos, que es justo lo que se reclamaba a mediados del mandato de Gorbachov y su perestroika y después pareció olvidarse bajo el peso de las tribulaciones que la muy maleada transición ruso trajo consigo. Los cambalaches entre la presidencia y la jefatura de gobierno para perpetuarse en el poder retorciendo la Constitución constituyeron una espectacular diferenciación con «los demás», las viejas democracias o las nuevas surgidas del desmembramiento del imperio soviético. Como uno de los puntales de su poder, Putin ha cultivado el recelo de Occidente, presentándolo siempre como una latente amenaza. Entre las viejas y nada gloriosas tradiciones que se han perpetuado bajo su mandato está el llamado «mal ruso», la eliminación física de los enemigos del poder, al que la gran sovietóloga francesa Hélène Carrére d'Encause le dedicó un libro famoso en su época. El más reciente de los desaparecidos ha sido el abogado de los derechos humanos Magnitsky, cuyo caso ha tenido una enorme repercusión en los Estados Unidos y ha llevado a represalias por parte del Congreso. En este contexto, la condena de Navalni, aunque los cargos sean grotescos, puede considerarse relativamente suave. Tiene una dimensión de desafío a la opinión internacional, pero con cierta medida.