Joaquín Marco

De oasis a encrucijada

Cataluña, antes y después de las recientes elecciones, ha sido objeto -y sigue siéndolo- de toda suerte de comentarios en España y fuera de ella. Bien podría decirse que bajo aquel oasis del pujolismo de tantos años corrían perturbadores ríos subterráneos. Artur Mas se equivocó al convocar una elecciones anticipadas, porque tal vez desconocía el terreno poco firme que pisaba. Pese a todo, hay que admitir que su coalición de CiU las ganó con amplitud, aunque sin la necesaria para poder llevar adelante su proyecto personal y soberanista. Pocos advirtieron que, puestos a demandar lo que proclamaba ERC, los electores preferirían el original a la copia. Quiso sumar fuerzas y produjo el efecto contrario, las dispersó. Cataluña ha pasado de gozar de cierto prestigio en décadas anteriores a convertirse en un problema de diversos signos. El primero de ellos es, sin duda, el económico. Tras conocerse los resultados, el portavoz de la Generalitat no ha dudado ya en calificar los próximos años como duros y difíciles. Es de sobras conocida la escasa liquidez que obliga, como las familias del «quiero y no puedo» a aterrorizarse al llegar a fin de mes. Hay que pagar los intereses de la deuda, las nóminas, los compromisos que una institución como ésta ha ido adquiriendo. El problema, como en el resto de España, resulta económico, con efectos casi insultantes para el ciudadano común: desde el pago del euro por receta a los recortes hospitalarios, escolares o universitarios. Los pagos pueden realizarse, porque el Ministerio de Hacienda adelanta el líquido necesario. Pero la pobreza individual y colectiva de los catalanes no es inferior a la de otras comunidades españolas. La imagen de la Cataluña próspera, ávida de recibir mano de obra foránea, debe sustituirse por la de los jóvenes en paro o cuantos emigran y en cuanto al desempleo está a la par del resto del país. Así deberían entenderse las quejas razonables de los dirigentes catalanes respecto a sus problemas de financiación. En parte, aquella manifestación multitudinaria en la que se coreó como lema la independencia, escondía también la protesta contra los recortes de todo signo en los que Mas se había adelantado frente a otras Comunidades. Un idealismo había de suplir los efectos de una crisis que golpea cruelmente.

El oasis, ahora lo sabemos, tampoco era tal. Porque las prácticas de corrupción que asoman en los partidos que han contado con un mayor número de votantes, con más poder, socava la confianza. Son ya muchos los que se lanzan, en consecuencia, a descubrir nuevas fórmulas. La suma de las dos fuerzas tradicionalmente mayoritarias en Cataluña, CiU y PSC, no alcanzó el 45% de una participación muy alta, en comparación a otras votaciones semejantes. CiU perdió 12 escaños, el PSC, 8 y el PPC ganó 1. Pero el triunfador de la noche fue, sin duda, ERC, que subió 11 y 3 ICV. Sorprendente resultó Ciutadans, que pasó a 9, triplicando sus resultados y CUP (izquierda soberanista) casi recién aparecida, 3. Este reparto de escaños indica la complejidad de una Cataluña algo desorientada y un claro desencanto respecto de las fuerzas mayoritarias, además de un sustrato independentista que ha quedado a la espera de mejores circunstancias. Mas ha deducido que en lo del «derecho a decidir» no puede ir solo. Arrumbada aquella mayoría «excepcional», necesita de las muletas de ERC para iniciarse. Y todo ello supondría que la segunda fuerza, con 21 diputados, a 1 del PSC y a 2 del PPC debería «sacrificarse» por fervor patriótico compartiendo gobierno.

El incremento del voto a partidos minoritarios debería observarse con recelo. Muestra no sólo la diversidad del pensamiento político catalán, sino la desconfianza hacia las grandes formaciones. El peligro, trasladado al ámbito nacional, donde también la corrupción campea por sus fueros, mostraría la desconfianza hacia la clase política. La que llevó a Italia a desmantelar sus formaciones tradicionales y a Berlusconi al poder. En Cataluña viene de lejos. Ya Pasqual Maragall lanzó, en el hemiciclo catalán, la denuncia de un 3% de impuesto subterráneo sobre obra pública cuando gobernaba CiU. En estos últimos días, y ya antes, aquella requisitoria se volvió contra su propia formación, de la que hoy está, por otra parte, alejado. En la misma sesión se desdijo. Eran tiempos de oasis. La encrucijada o el problema de estas elecciones y la dispersión de voto podría afectar también a las nacionales. Si las grandes formaciones no cierran filas, se despojan de sus corazas y no hacen una buena limpieza que dé confianza a sus votantes, el multipartidismo puede resultar letal para el sistema. Como apuntó Rajoy, la obligación primera de cualquier gobernante, al margen de consolidar el sistema financiero, es luchar contra el maleficio del paro. No corren buenas noticias al respecto. Iberia o la Banca, además de los pequeños comercios y las industrias que bajan su persiana cada día, indican que nos acercamos ya a los seis millones. Cataluña ya no resulta tampoco la tierra prometida de antaño. Ni siquiera puede, como el País Vasco, alardear de mantener la extra navideña de sus funcionarios. Y en el próximo año se anuncian recortes de 4.000 millones. Todo ello contribuye a entender el fracaso de Mas como una compleja encrucijada y no sólo como lo que un periódico calificó de «batacazo». Lo fue, pero los problemas son mucho más hondos. Más incluso de lo que nos imaginamos observando la errática política de la Unión Europea en el interior y en el exterior. La próxima escena, las elecciones alemanas.