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De seductor a lord: un «cockney» en Hollywood

La Razón
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Ni siquiera los grandes actores pueden huir de sus orígenes. Michael Caine triunfó como un guapo y aristocrático teniente en «Zulú» (1964), en la que tuvo que esconder su vulgar acento «cockney», y acabó encontrando en el personaje del mayordomo de elegantes formas y rendida sumisión su más acabada representación cinematográfica con Alfred, de «Batman Begins» (2005). Si de joven pasó por un impenitente ligón en «Alfie» y un imposible agente secreto anti Bond en «Ipcress» (1965), la vejez lo ha ido conduciendo irremediablemente hacia ese asistente inglés, estirado y aristocrático, en cuyo rostro impasible trasluce la preocupación ante el ansia vengadora de su señor: el intrépido Batman. Puede parecer obvio, pero solo los grandes actores poseen la sutileza para convertir lo intrascendente en un punto de luz irradiante de la escena. Y en un papel tan modesto como el de Alfred, Michael Caine compone el mayordomo perfecto, como el del anuncio de Netol. La versatilidad de los actores ingleses es proverbial. Michael Caine comenzó con singulares interpretaciones de un agente secreto opuesto al clásico James Bond en «Ipcress» (1965), la serie de Harry Palmer, un espía funcionario con gafas de pasta como Clark Kent, atrapado en una trama tan confusa como inquietantes eran las tomas de Sindney J. Furie. Si bien es cierto que tuvo momentos de intensidad interpretativa, con duelos memorables como el que mantuvo con Laurence Oliver en «La huella» (1972), y con Sean Connery en «El hombre que pudo reinar» (1975), lo normal es que Caine no tuviera empacho en participar en películas en las que, gracias a su siempre creativa composición de personajes insustanciales los volvía memorables. Dos casos: Nigel Bigelow, el brujo conquistador de jovencitas, el pícaro marido de Endora en «Embrujada» (2005), y Victor Melling, un sofisticado asesor de imagen mega seductora en «Miss Agente Especial» (2000). Como actor, siempre está por encima de los encargos, como Sean Connery y Anthony Hopkins, y no tiene empacho en parodiarse a través de papeles tan ridículos como el padre espía de Austin Powers, genial vuelta al hedonista «Swinging London», años en los que fue figura indiscutible de la modernidad como encarnación de una nueva masculinidad más vulnerable. Pero si tiene que interpretar a un asesino en serie, pone cara de psicópata, se disfraza de mujer madura y compone con virtuosismo el oscuro psiquiatra de «Vestida para matar» (1980). El sentido del humor de esta estrella, dotado con el don de la naturalidad, luce de forma especial en comedias como «Lío en Río» (1984) y ese absurdo remake de «Dos seductores» (1988), al alimón con Steve Martin, muy superior al de Marlon Brando y David Niven. Esa capacidad para mantener el tipo en comedias alocadas y dramas bergmanianos lo consigue con su cínico sentido del humor y esa mirada bovina que tan buenos resultados le ha dado en papeles de marido pícaro y seductor impenitente como el de «Hannah y sus hermanas» (1986) o el emocionado médico de «Las normas de la casa de la sidra» (1999). Cinco décadas dedicadas al cine le ha hecho ganar mucho dinero y cinco merecidos Oscar por «Alfie» (1966), «La huella» (1972), «Educando a Rita» (1983) y los dos filmes anteriormente citados. Un variado registro interpretativo que ha exhibido a lo largo de su caudalosa carrera.