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Dejar fluir

La Razón
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Escucho a menudo esa hermosa frase: «Dejemos que las cosas fluyan». O: «Si no fluye es que no tiene que ser». O: «Tú déjate fluir». Y mientras, todo atascado. Todo sin hacer. Todo sin fluir. Porque las cosas jamás se mueven solas. Hay que moverlas, empujarlas, amasarlas, acariciarlas, amarlas para que ocurran. Los deseos no se realizan porque viene un mago y nos los cumple. Y suele ocurrir que los que practican el «dejarse fluir» cargan de trabajo y responsabilidades a los otros, a los que transpiran la camisa y el alma para que las cosas se realicen, para que algo pueda fluir en el mundo. Ese dejarse llevar se ha convertido en una filosofía barata, un «ecologismo» de sofá. Porque quizá lo que sí fluye casi siempre es la televisión, internet o la nevera llena por otros. Eso no suele fallar. Pero para sacar uno proyecto adelante, hay que patear mucho, convencer mucho, doblar mucho el lomo. Porque hoy, y quizá siempre, no te regalan ni el aire que respiras. Hoy aquí no hay trabajo de sobra, ni buenas ideas de sobra, ni comida de sobra. Y algunas de esas cosas se tiran. Porque no hay suficientes manos rebeldes que lo impidan. Porque no fluye, no. Hay que trabajar mucho para conseguir algo. Hay que tener vocación, talento y capacidad de sacrificio para hacer de un propósito una realidad. La pereza es un mal, un mal que está siempre al acecho de todos, pero que sólo lleva al estancamiento. Porque fluye lo que agitamos. Con amor, con esfuerzo, con atrevimiento. Y hasta los ríos tienen que desgastar, mientras avanzan, las piedras del lecho y de las riberas. Para fluir.