Paloma Pedrero
Desde el acueducto
Un hombre se sube al acueducto de Segovia para suicidarse. Un andamio para los obreros que arreglan filtraciones le hace de escalera. Quizá el hombre había soñado siempre subirse hasta tan alto de un puente y ver el panorama. Quizá sólo quería que lo viesen a él. Que su ciudad y el mundo supiesen que estaba muy solo y muy triste. ¿Cuánta gente se sentirá así en el mundo? Pobres míos, la depresión, el oscuro del alma, es una enfermedad atroz. Te mata pero te deja el cuerpo vivo. Por eso los muy deprimidos luchan por acabar con ese cuerpo que ya no les corresponde. Y buscan venenos o andamios.
Sabemos, aunque no se dice a menudo, que de quitarse la vida muere mucha gente. No se habla de ello porque da miedo. Le da miedo a los poderes reconocer la deshumanización de las sociedades ricas. Miedo nos da pensar cuántos desesperados pasarán por nuestro lado y no les veremos. O les notaremos extraños y agilizaremos el paso. Este mundo no está diseñado para los tristes. Pero él hombre de Segovia se subió al bello Acueducto y gritó mudamente: estoy aquí, me voy a matar, venid a salvadme. Y nadie pudo mirar hacia otro lado. El monumento se afeaba y parecía monstruoso. Y las autoridades tuvieron que pasar a la acción. La ciudad estaba llena de paseantes, los turistas miraban asombrados. El hombre mostraba su dolor. Entonces un policía preparado para estás situaciones, subió al puente a hablar con el suicida que no quería morir. Cuarenta minutos fueron suficientes para que ambos descendiesen por el mismo andamio por el que habían subido.
Un final feliz, comentan. Un sin final, diría yo. Una esperanza.
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