Joaquín Marco

Después

Ha transcurrido ya suficiente tiempo para que los comentarios que podemos realizar sobre la tragedia parisina puedan ser más reposados. Hay algo, sin embargo, que difícilmente podremos llegar a concebir: la capacidad del ser humano para provocar el mal, a menos que lleguemos a comprender los abismos a los que puede conducir el fanatismo. Contra él, aunque con otras connotaciones, se forjó el espíritu francés en el Siglo de las Luces, preludio de los valores republicanos que han exaltado patrióticamente nuestros vecinos en los últimos días. Francia sigue siendo el sensible corazón de Europa. Y, si algo puede concluirse positivamente d e la barbarie es también la presencia y proyección europea, oscurecida tan a menudo por trifulcas internas. La manifestación que encabezó Angela Merkel fue otra prueba más de que, pese al incremento del partido islamófobo Pegida en Alemania, el pulmón de acero germano quiso mostrar su solidaridad con su socio francés. Así se oscureció el miedo en el que se sumieron los franceses, superado por las decisiones que tomó el Gobierno que desplegó más fuerzas policiales y 10.000 soldados que se han situado en los lugares estratégicos. El primer ministro no dudó en designar la situación como guerra. Sin lugar a dudas hubo fallos en los controles a los terroristas y en las comunicaciones internacionales que no valoraron la información sensible por parte de los servicios de inteligencia. Pero tal vez podrá ponerse algún remedio y en ello trabajan ya, quizá con excesivas prisas, los países que temen verse afectados. Hoy sabemos ya mucho más que los días en los que el yihadismo golpeó la zona más sensible de las libertades, la de expresión. Sabemos también que no fueron lobos solitarios, que a su alrededor se hallaba una jauría, que fueron financiados y entrenados en Yemen y que las armas procedían de Bélgica y otras muchas cosas que no se han revelado, pero que con las actuales leyes que rigen en Francia se han logrado descubrir. No solamente contra la prensa sino también, una vez más, el terror ha golpeado contra los judíos franceses, aunque Francia no puede entenderse como un semillero del odio antisemita. Quedan rescoldos de antiguos fuegos. La derecha israelí se ha ofrecido como país de acogida a los temerosos, con razón, judíos franceses.

El atentado ha sabido remover viejas heridas y ha mostrado tanto las debilidades del sistema como los problemas más íntimos de una sociedad globalizada y tecnológicamente avanzada. Sin embargo, la presencia europea no ha mostrado aquella unidad que está por encima de una moneda o de una bandera. Cada país pretende actuar a su modo, aunque se auguren nuevas fronteras de colaboración. La situación social francesa resulta también peculiar. Los 600.000 judíos han de convivir con los 5.000.000 de musulmanes en una sociedad como la francesa dividida, acosada por el Frente Nacional de Marine Le Pen, quien lamentaba entre otras cosas «el fracaso de la política de inmigración» y «el laxismo». La gran manifestación del pasado domingo reunió a unos cincuenta estadistas (algunos caracterizados por su escasa vocación democrática), aunque se dejó notar la ausencia de los EE.UU., representado tan solo por su embajador en París. Por otro lado, las cuatro víctimas judías fueron enterradas en el cementerio Guivat Shaul en Jerusalén. Sus familias se sintieron judías antes que francesas. Algo sigue fallando en la integración de las comunidades. Los terroristas eran también franceses y Hollande hizo notar en el sentido discurso con el que honró a los policías asesinados su diversidad de origen. No hay duda de que el terrorismo no combatía contra Francia o contra Europa, sino contra los infieles. Y entre ellos cabe contar con los de los propios países islámicos, víctimas de las mayores atrocidades, ya sea en Afganistán, Siria, Irak o Nigeria. Pero en Europa y en París el yihadismo surge principalmente de los barrios de la inmigración, de donde ya en 2012 salió Mohamed Merah que asesinó a siete personas en Toulouse y Montauban. Son estas zonas urbanas marginales donde se asienta el resentimiento, el desempleo, el crimen. Europa debería ser también islámica y judía, pero no siempre sabe serlo. No es únicamente, como acaba de demostrarse, un problema de educación. En algunos liceos los jóvenes musulmanes rechazaron guardar un minuto de silencio contra los atentados. Y las medidas excepcionales que puedan tomarse contra el yihadismo serán siempre pocas. Una lectura radical del Corán no explica un terrorismo que, como cualquier otro, pretende provocar el miedo entre los ciudadanos, un medio para socavar las libertades democráticas occidentales. Los países democráticos no tienen reparo en mantener estrechas relaciones con algunos países del Golfo u otros productores de petróleo pese a saber que ellos financian en parte el Estado Islámico o al Qaeda. El extremismo radical bulle en Siria, en Irak y en Libia. El hecho de que acudan a esta guerra interna jóvenes europeos debería hacer pensar en la endeblez de los ideales y posibilidades que se les ofrece en sus países. Quienes están más cerca del peligro de este terrorismo globalizado, de nuevo cuño, capaz de la autoinmolación son los países europeos. En los momentos dramáticos se trazan planes y se busca una necesaria colaboración que va debilitándose con el tiempo. A las puertas de las elecciones, el premier británico desgrana una serie de medidas radicales, porque siente en la nuca el aliento de la extrema derecha que fructifica en buena parte de los países de Europa. Las medidas excepcionales, el recorte de libertades y un mayor control de los ciudadanos no pueden entenderse como soluciones al problema. Tal vez se logren, entre nosotros, unas medidas consensuadas entre el PP, los socialistas y algún otro partido que afecten a la consideración de un terrorismo individual, forjado en las redes, el control de las telecomunicaciones y de las fronteras. Pero la guerra, la auténtica guerra, queda lejos, en el seno del mundo islámico. El desafío europeo está en mantener, pese a todo, su sistema de libertades y una mayor capacidad de integración, si ello es posible.