El desafío independentista
Diálogo Ollendorff
Heinrich Gottfried Ollendorff fue un controvertido filólogo alemán que a mediados del S.XIX, empeñoso en la fácil y rápida enseñanza de los idiomas desdeñando la teoría y dándolo todo a la repetición mecánica de frases. Su inspiración nació del aprendizaje de los niños, a quienes les basta la escucha repetida de la lengua de la madre. Prescindía de los recovecos de la gramática y su léxico y hasta la fonología, hasta forzar a sus educandos a hablar otro idioma como cotorras con escasa comprensión de texto o audio. Desgraciadamente, dejó escuela y muchos métodos actuales para la enseñanza de idiomas insisten en la validez de su diálogo para besugos: a «mi madre es bella» le responden «la casa está caliente». A lo más que llega el cacareado «método Ollendorff» es a que dos se comuniquen como indios de película del oeste –«mi, fumar pipa»–, – «yo, hacha de guerra»–. La palabra diálogo no tiene enemigos ni objeción posible, aunque albergue en su seno la posibilidad del engaño, la trapacería y el trampantojo. Pero dialogar exige un territorio común de buena voluntad so pena de caer en las abstrusas incomprensiones de Ollendorff. Con quien viola tu domicilio con evidentes intenciones aviesas no debes sentarte mansamente a dialogar sobre las condiciones del atraco. El diálogo, como la lengua, tiene sus reglas, imprescindibles para la comprensión de lo que se dice, y el respeto a la legalidad libre y democráticamente establecida es una de ellas. No se sabe como escribe el «molt honorable» periodista Puigdemont, pero habla por fonemas cacofónicos acumulativos que sólo expresan su pretensión de una república catalana. Con gran injusticia se tacha al presidente Rajoy de marmolillo, pese a que se entiende su repetida voluntad de diálogo dentro de la obligada sintaxis de la civilización política. Puigdemont, con meandros, insiste en dialogar sobre lo que no tiene ni autoridad ni representatividad y Rajoy se ciñe a lo que le obliga la Constitución, tan votada por los catalanes. Si repites una palabra miles de veces, acaba por perder su significado, como el berrido lejano de un animal. Y diálogo como palabra de moda comienza a carecer de sustancia. Se dialoga sobre lo que se puede hacer sin perjuicio de los demás, no acerca de pesadillas identitarias.
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