Ely del Valle
Diez desde el 11
Aquella mañana desayunaba con Juan Barranco. Siempre me acuerdo de él en un día como hoy, como sé que él se acuerda de mí. Es inevitable.Todos tenemos nuestra historia que contar sobre aquella mañana, con quién estábamos, qué hacíamos, cómo conocimos la noticia... Las fechas marcadas a cifra y letra mayúscula siempre son sinónimo de espanto y se tatúan en la biografía propia y en la de todo un país para recordarnos lo que ahora nos certifica un grupo de científicos españoles que, como ya sentenció Rosseau hace tres siglos, sostienen que la agresividad humana es una tendencia biológica que no se puede erradicar. Somos violentos por naturaleza; lobos ideológicos para los que la muerte es una opción justificable; seres que no nos reconocemos como especie cuando nos infecta la enfermedad del fanatismo.
El 11-M se nos quedó grabado a sangre y fuego, y ni las hipótesis ni las certezas pueden mitigar el dolor de quienes tuvieron la mala suerte llevar el número perdedor en una lotería mortal que hoy, diez años después, sigue siendo algo más que una efeméride.
Para quienes tuvimos que redactar los titulares de aquel día maldito, las estaciones siempre serán sospechosas; para quienes enterraron a sus seres queridos, marzo siempre será en un mes en el que no hay almendros en flor. Ese es el gran triunfo de los asesinos hayan o no hayan sido juzgados. En este caso, la distancia, como dice el bolero, no es el olvido. Más allá de lo que nunca terminaremos de saber, las cicatrices siguen a flor de piel y el único consuelo posible es creer en que, más allá de la humana, tiene que haber una justicia divina que sentencie al remordimiento eterno. Lo demás es tan solo el humo de una fumata negra que cada doce meses nos recuerda, para nuestra vergüenza, de lo que somos capaces.
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