Presidencia del Gobierno
¡Diguem no!
Hasta ahora no ha habido diálogo, en el sentido socrático, para resolver el problema catalán. Sólo decisiones unilaterales y conversaciones subterráneas inútiles. Tal como están las posiciones, según se comprobó el martes en el Congreso de los Diputados, no parece que existan condiciones para el diálogo propiamente tal. Se antoja una pérdida de tiempo y una forma de aumentar la confusión, marear la perdiz y crear falsas expectativas, que sólo favorecen a los secesionistas. Obtenido el claro respaldo del Parlamento, sede de la soberanía nacional, es la hora de decir no, con muchísimo respeto, pero con contundencia. «¡Diguem no!» a los nacionalistas catalanes como Raimon con su inolvidable canción cuando el franquismo. El órdago, que más parece chantaje, de Artur Mas, manejado por Esquerra Republicana, con una monstruosa manipulación de la opinión pública catalana, ha recibido en el Parlamento la respuesta que merecía.
Tanto Rajoy como Rubalcaba –especialmente el presidente del Gobierno– estuvieron brillantes y convincentes, como hombres de Estado. Ése, en sede parlamentaria, es el único diálogo posible dadas las circunstancias. El único camino. Cualquier concesión apaciguadora agravará el problema. Por tanto, conviene utilizar ya todos los resortes legales y políticos para salvar la unidad y la convivencia nacional dentro de los cauces democráticos.
¿Cuál es la solución? Seguramente llevan razón los que plantean –fue la propuesta estrella en el Congreso– una reforma constitucional para resolver de una vez el problema territorial. Sin embargo, la dificultad del acuerdo parece máxima, casi una quimera. Es verdad que bastaría con que se pusieran de acuerdo, como hicieron anteayer en el Congreso, las principales fuerzas políticas. Pero ¿en qué sentido? Pudiera ser que no precisamente en el de más concesiones y más reconocimiento de singularidades. Hoy, si los españoles ejercieran su derecho a decidir en este terreno, se impondría claramente la tesis contraria. Sin regresar al Estado centralista suprimiendo las autonomías, como quieren una quinta parte de los ciudadanos, el Estado central, tras la experiencia acumulada de estos treinta y cinco años, podría recuperar competencias exclusivas y no transferibles en ningún caso a las comunidades autónomas, en busca de la eficacia y la racionalidad. Es lo que hicieron, sin ir más lejos, las autoridades canadienses con Quebec, además de cortarle el grifo financiero a esta provincia, después de perder los separatistas dos referendos. Y el nuevo primer ministro francés, Manuel Valls, se ha estrenado suprimiendo regiones.
Esta ambiciosa reforma constitucional obligaría, por supuesto, a rehacer los estatutos de autonomía. ¿Régimen federal, como proponen los socialistas, o régimen autonómico? El nombre podría discutirse. En todo caso, si los nacionalistas piden, y están en su derecho, la revisión de la Constitución, podría ocurrirles como al alumno que exige al profesor la revisión de su examen sabiendo que, una vez revisado, la nota puede subir o bajar. Es lo justo.
La mayor parte de los españoles aceptaría de buen grado, según los sondeos, bajar las competencias. Únicamente el 6,3 por ciento se considera sólo de su autonomía; los demás se sienten únicamente españoles o tan españoles como de su comunidad. En todo caso, con la amplia mayoría disponible, si los socialistas son consecuentes, la reforma del controvertido título octavo de la Constitución, después de la experiencia vivida, podría consensuarse rápidamente –esta vez sí, con el mayor esfuerzo de diálogo– y someterlo sin pérdida de tiempo a referéndum para que los españoles de todas las generaciones y de todas las regiones ejerzan efectivamente su derecho a decidir. Es mejor ponerse una vez colorado que ciento amarillo.
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