Ángela Vallvey
Doble
Ayer, como quien dice, la obsolescencia programada marcaba la existencia útil de casi todo lo que consumíamos. Los productos nacían con una vida acotada, predeterminada. El fabricante decidía que, al cabo de diez años, la lavadora dejaría de funcionar. No de muerte natural sino porque, si se dedicara a fabricar lavadoras buenas –de las de antes, de las que duraban cuarenta años, y eso porque los usuarios las tiraban, aburridos–, si todos los industriales crearan productos perfectos, compraríamos uno solo de esos artículos a lo largo de nuestra vida. O sea: un mal negocio... Mientras que, programar su obsolescencia, la duración de su vida, permitía al fabricante asegurarse de que los consumidores, cada diez años (antes: ahora son cinco, o menos) se verían obligados a adquirir muchos más productos tecnológicos. Desde que nacemos hasta que morimos usamos diez o más lavadoras, lavavajillas, ordenadores, móviles... Hace poco, teníamos relativamente claro que la obsolescencia nos haría cambiar de electrodoméstico cada cierto tiempo, y eso es algo que aceptábamos sin más. Pensando que, de este modo, pagamos el precio necesario para mantener la rueda del consumo, la innovación y la economía en marcha. Pero la última revolución tecnológica ha ido más allá: ha dejado obsoleta la obsolescencia. Ahora, el fabricante de ciertas mercancías no se conforma con que el mismo consumidor tenga que cambiar de producto cada cinco o diez años. Por ello ha inventado las «nuevas generaciones» de productos tecnológicos, logrando que los consumidores desechemos voluntariamente los aparatos, antes de que se estropeen, para cambiarlos por otros teóricamente «más evolucionados», y siempre más caros. Estamos ante la «obsolescencia de lo nuevo», que deja por anticuado y «rancio» lo que era el último grito pocos meses antes, «obligando» al consumidor (los jóvenes son especialmente sensibles a esto) a renovar su «gadchet» tecnológico por otro recién inventado. La novedad se ha convertido en la gran tendencia, en la enterradora de productos obsoletos, no porque hayan dejado de funcionar, sino porque se han quedado «viejos». El caso de los teléfonos móviles es ejemplo paradigmático de este fenómeno. La obsolescencia de lo nuevo camina al galope de las revoluciones tecnológicas, cada vez más rápidas e imparables, que generan nuevas necesidades acuciantes y, sobre todo, completamente prescindibles, inútiles en el fondo. A este paso, añoraremos la obsolescencia programada diciendo que era propia de otros tiempos mejores en que las cosas se hacían «para durar».
✕
Accede a tu cuenta para comentar