José Luis Alvite
Domingo
Nunca me gustaron las tardes de domingo. Tienen algo de fracaso emocional, de hecatombe de la esperanza, como cuando era un muchacho y me parecía que la adolescente de los calcetines no recordaría nada de mí tan pronto en la penumbra vespertina del domingo se entrometiese la víspera gris del lunes y el mundo se llenase otra vez de reglamentaria gente ajetreada, de compromisos adquiridos y de malas noticias. A veces tiene uno la sensación de que los días de su vida se van volviendo repetidos y acaban todos sin remedio en la desencantada expectativa de una tarde de domingo. He preferido siempre los días de semana, la vida a distancia de lo que es familiar y doméstico, esa otra sociología competitiva y apremiante, poblada por gente acorralada que duda entre el heroísmo de mudarse en un bar y cambiar de rumbo o meter las manos en los bolsillos y volver derrotada a casa. Hay en la seguridad familiar e indolente de los domingos algo de pudorosa y triste claudicación, de indoloro fracaso, de irrespirable rutina social que sólo al llegar la primavera se altera con el bullicio coral de los niños arremolinados en torno al carrito de los helados mientras sus padres miran el reloj angustiados por la idea de que sus vidas no han respondido en absoluto a lo que esperaban de ellas. Mis tardes de domingo representan la aplastante e insufrible certeza de que no suponen otra cosa que una tregua monótona e inquietante que no presagia nada bueno, como cuando la sanatorial rutina de la paz malogra las esperanzas concebidas al final de la guerra. No me gusta el orden ocioso y moral de los domingos, con la ropita planchada, la orina de pana y las banderas lacias y plisadas en la fénica atmósfera sin brisa. España necesita que sea lunes varios años seguidos y que hasta salir de la crisis ni siquiera se tome un respiro la muerte.
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