Luis del Val

Dos contra todos

A la vista del exuberante despliegue policial, un espíritu algo apresurado podría llegar a colegir que nos encontrábamos ante el escenario de todos contra dos, pero se trataba, precisamente, de lo contrario: dos contra todos, dos asesinos que ya habían destrozado la vida de varias familias, y digo asesinos, porque antes de cometer su carnicería eran unos jóvenes con la cabeza averiada, pero una vez que llevaron a término su cruenta barbaridad ya eran dos simples asesinos, con permiso de los psiquiatras.

En efecto, ser niño en Chechenia hace unos veinte años no era una experiencia recomendada por los paidólogos, pero decenas de miles de niños chechenos son ahora jóvenes y no se levantan por la mañana obsesionados con la idea de matar gente en el presente para que otra gente sea feliz en el futuro, ni han obtenido una beca para estudiar en Estados Unidos la carrera de Medicina, algo que haría felices a centenares de miles de jóvenes de Oriente y Occidente.

De todo este asunto, la curiosidad por conocer los entresijos de la mente del mentecato ha bajado varios grados en mí. Ya sé que el miltoniano paraíso perdido nos incita a la recuperación por vías extravagantes, y que estudiar una carrera puede ser menos emocionante que hacer la revolución, pero me he vuelto conductista, y me interesan los hechos, en el sentido unamuniano de llamar al que miente, mentiroso; al que roba, ladrón, y al que mata, asesino. Me dice algo lo sustantivo, no lo adjetivo, y me da lo mismo que el que mate lo haga por hacer felices a los vascos, por alcanzar el paraíso donde las huríes recompensan de la batalla, o sea, que el asesino puede envolverse en los colores de la patria o en el nombre de Alá, pero será un asesino. Y los laberintos por los que llegó a esa condición me parecen muy interesantes para abogados defensores, médicos especializados y agrimensores del alma, pero de poco provecho para quienes nos podemos convertir en víctimas potenciales. Al pueblo, véase la imagen, lo que le afecta y agradece es la eficacia, ese instante en que los Montoro del mundo justifican su oficio porque comprobamos para qué sirven los impuestos, para qué sirve la Policía, a ver si te crees que la Policía es tonta.

El contrato social supone un compromiso por ambas partes. Y los ciudadanos cedemos parte del dinero que hemos ganado honradamente a cambio de que existan calles asfaltadas y no caminos de barro, y las basuras se recojan, y los profesores enseñen a nuestros hijos, y la policía demuestre ese anhelo de las sociedades civilizadas: que el criminal nunca gane. Y, estos días, también se ha demostrado que un gran país es el que asimila la diversidad, se une en la desgracia, se apiña contra quienes la dañan, y arropa a sus políticos. No hagamos comparaciones que siempre son tan odiosas como deprimentes. No es el momento. Eran dos contra todos, y ganaron los buenos.