Alfonso Ussía

Efímeras santitas

La Razón
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Hubo un tiempo en el que las jóvenes mujeres de familias más o menos tradicionales y más o menos adineradas, viajaban a Calcuta para presumir, en el retorno a España, de haber colaborado con la Madre Teresa.

Jugaban mejor al pádel después de ayudar a la pequeña, encorvada, arrugada e impresionante monja. Algunas guardaban el secreto de su experiencia, y otras, más sinceras, narraban la realidad de los hechos. A la Madre Teresa le repateaban las santitas efímeras que no hacían otra cosa que obstaculizar el funcionamiento de sus residencias y hospitales. Y las más numerosas eran españolas. Una de ellas, guapísima y simpatiquísima, me reveló su experiencia. Su padre le había convidado a volar hacia la santidad en «Clase Preferente». Se alojó en un hotel de lujo. La gran diferencia que se establece entre los hoteles de lujo de todo el mundo y los de la India, es que en los segundos, mientras el camarero llega con el desayuno a la habitación, el café con leche, los bollos, los panecillos, las miniaturas de mermelada, miel y mantequilla y los huevos con «bacon», se puede sumar al agradable condumio matutino alguna cucaracha acompañada de una rata con apetito. Mi amiga, que no estaba todavía inmersa en la santidad abandonó su habitación a todo correr y desayunó en el comedor, donde las ratas y las cucarachas, por aquello de las multitudes, las conversaciones y las chácharas, se muestran más discretas.

Un coche alquilado le llevó hasta la residencia de Teresa de Calcuta, que compartía con más de cincuenta monjas y hermanas y centenares de moribundos sin esperanza que yacían en espera de la muerte aliviadas por el amor sin asco. El amor sin asco es el que no niega ni caricias, ni besos, ni sonrisas a un rostro devorado por la lepra o al fétido olor de las llagas. Buscaba a la Madre Teresa y se le ocurrió preguntar por su paradero a una monjita que barría una escalera. Le llamó la atención con un golpecito en la espalda, y la monjita le dedicó su mirada. Era la propia Madre Teresa. «La mujer más pequeña del mundo con la mirada más penetrante del mundo». Le contó su viaje y le adelantó sus buenas intenciones de ayuda. –¿Cuánto tiempo va a permanecer en Calcuta?–; –una semana, Madre–; –en tal caso, vuélvase al hotel y espere ahí hasta el día de su vuelta a España. Esto no es «máster» de santidad, sino un hospital de leprosos y desamparados–. Me confesó que aquellos ojos, que eran la síntesis de la inteligencia y la misericordia, se endurecieron en su última mirada, segundos antes de volver a la escoba y el recogedor de porquerías varias. –Agradezco su buena voluntad, pero esto es más serio y trágico de lo que ustedes creen. Aquí se queda la que viene a aprender y ayudar sin plazo de tiempo. Lo mejor que puede hacer por nosotras es dejar en la portería lo que le sobra y tanta falta nos hace. Pero nada más. Y antes de marcharse, tenga la bondad de bendecirme». La santa le rogó a la turista española su bendición. Y mi amiga comprendió que, en efecto, aquello no era ni un destino turístico ni un beato entretenimiento para cinco días. Dejó en la portería todo el dinero que llevaba y se volvió al hotel para adelantar su vuelta a Madrid.

En aquel cuerpecillo vencido por la joroba y la resignación habitaba una mujer tan benéfica como fuerte, tan entregada como dura. Desde muy joven atendió a la «llamada de la Llamada», pero se las tuvo tiesas con Dios durante un tiempo de dudas y desesperanza. «Llegué a discutir con Él en diferentes ocasiones. Y Él no me respondía». Cuando desfalleció de cansancio y de amor profundo a sus semejantes, todo el mundo, creyente o no, supo que se había marchado para siempre un ser humano grandioso e irrepetible. «No hay que hacerse la buena. Hay que serlo. Y la bondad no puede estar sometida a la amabilidad cuando no hay tiempo para la segunda».

He hablado con más santitas efímeras que fueron a cumplir su sueño de una semana a Calculta. Y aunque no todas han sido tan sinceras como mi amiga, ninguna se ha atrevido, después de la experiencia, a presumir de su abnegado trabajo en la India. Casi todas ellas fueron despachadas, y ninguna se quedó allí. La santidad es muy dura, y no encaja bien en la frivolidad de una mera y breve visita.

Teresa de Calcuta, la Madre Teresa, ha sido proclamada Santa por la Iglesia. Proclamación de norma pero innecesaria. Lo fue en vida y así se lo reconocieron todos los que la conocieron y la sufrieron. Si el Cielo consiste en volver a abrazar a todos los que fueron abrazados en la enfermedad sobre la tierra, será la Santa más acompañada de las nubes.