Alfredo Semprún

El «bocata», símbolo de libertad

El Primero de Mayo de 1936, el expreso de Barcelona dejaba a Salvador de Madariaga en la madrileña estación de Atocha. La capital, engalanada con banderas rojas, estaba paralizada, hasta el punto de que no circulaban los taxis ni había mozos de andén. Lo contaba en su ensayo «España» y hacía la siguiente de reflexión, cito de memoria: «Cuando nos quejábamos de que en Semana Santa se imponía a todos los ciudadanos las tradiciones y normas religiosas por encima de creencias y pareceres individuales, hasta el punto que era forzoso interrumpir las actividades más cotidianas, pensábamos que la República traería la cordura. Pero he aquí que el Primero de Mayo se impone como fecha sagrada, inviolable, a todos, con desprecio a las creencias y derechos individuales...» Hay que imaginarse a Don Salvador, Paseo del Prado arriba, arrastrando la pesada maleta. La reflexión viene a cuento porque al filo del final del Ramadán, el mes sagrado de los musulmanes en el que no se debe comer hasta la caída del sol, varios centenares de personas salieron a las calles de una localidad de la cabila argelina, a mediodía, con un bocata de sardinas en una mano y un vaso de agua o de té en la otra. Un gesto de rebeldía, no sin riesgo, porque quebrar públicamente el ayuno del Ramadán puede acarrear hasta seis meses de cárcel y multas de 2.000 euros. Los promotores de la protesta, intelectuales izquierdistas, periodistas e intelectuales, no pretendían –al menos así lo explicaban a los transeúntes– hacer burla de la religión o atacar al islam. Muchos de ellos, de hecho, se reconocían creyentes y cumplidores de los ritos. Pero, bocadillo en alza, defendían el concepto de «libertad individual» frente a la imposición del Estado, de los poderes religiosos y de las minorías fanáticas, que llevan la interpretación del Corán a extremos no previstos. Ahí, en el concepto de la libertad del individuo, de siempre tan «peligroso», es donde radica la mayor parte del largo conflicto civil de las sociedades musulmanas. Unas sociedades que, sin solución de continuidad, pasan del ayuno obligado, del velo a palos, a los «primeros de mayo» forzosos. Donde en unos momentos son los integristas quienes fusilan, lapidan o encarcelan, y, en otros, son ellos los fusilados, torturados y encarcelados. Algo tan simple como la idea de la separación del Estado y la Iglesia, con el respeto intelectual e interiorizado, es decir, sincero, de las convicciones de cada cual, no acaba de abrirse paso. Y no sólo entre los musulmanes, mucho me temo.