José Luis Alvite

El caddy de la muerte (III)

El caddy de la muerte (III)
El caddy de la muerte (III)larazon

Fueron casi treinta años de inmersión en un mundo agradable y difícil en el que a mí me parecía que no había un solo esfuerzo que no me condujese a un nuevo impulso, ni una inmoralidad que no me pareciese pecado ignorar. Fue así como descubrí que hay un cansancio extremo que conduce a un esfuerzo aun mayor. Vivía en un orbe angustioso y estimulante en el que hasta era posible que la consecuencia del sueño acumulado fuese una inefable sensación de insomnio, como cuando al final de un combate agotador el púgil celebra con una orgía su dolor, su extenuación y su fracaso. Ya sabía algo que el rudo Pepe Bahana me había advertido: «Procura dosificar las tentaciones y cuídate de que tu conciencia no pueda más que tus instintos. Desde tu sitio en la penumbra, con la espalda apoyada en la pared, lo verás todo con alucinada sensatez. Superarás el cansancio y vencerás el sueño. Y entonces, muchacho, entenderás que controlar la conciencia no es más difícil que contener la orina». Así lo hice y ni siquiera me importó que Milena me dejase en su casa una nota avisándome de que salía de viaje y no era seguro que volviese. Entonces abandoné el piso, eché la llave en el buzón y cambié de rumbo como una ola en la marea. Ahora sé que aquello no fue así, pero en aquel momento pensé que su ausencia sería un alivio y que seguramente incluso un perro se habría aburrido de buscar el jodido hueso siempre en el mismo sitio. Supe que el amor perjudicaría mi ansia de libertad y que, tan pronto me acomodase al lado de una mujer, tal vez se regularizase mi estómago, pero se resentirían mis frases. Semanas más tarde Milena me telefoneó al periódico y me dijo: «Fue mejor así, periodista. Ambos sabemos que no hay una sola pasión que el tiempo no convierta en tres comidas al día»...